Pastora y Leona - Las caballerias superadas por los tractores

Por Miguel Gracia Fandos

CAPITULO IX
DON ARTURO, EL VETERINARIO


Con la vida que llevaban las caballerías no es de extrañar que envejeciesen rápidamente y que tuviesen problemas de artrosis cuando se les acumulaban los años de trabajo. Eso si llegaban a viejas, porque todo lo que vive puede morir en cualquier momento y las caballerías también estaban sujetas a enfermedades y accidentes que pudieran inutilizarlas para el trabajo.
Aquél mismo verano, poco después de terminada la cosecha, mi padre notó que la Leona que siempre estaba alegre y dispuesta para el trabajo, estaba triste y no comía. Al día siguiente estaba peor, tenía una quijada hinchada que le deformaba toda la cabeza. Su aspecto era realmente preocupante. Había que avisar a D. Arturo, el veterinario.
Las caballerías solían estar igualadas, esto es, se pagaba una cantidad al veterinario por cada animal a cambio del servicio del veterinario cuando hiciera falta. Muy pronto vino D. Arturo. Al examinar la caballería vio una pequeña herida infectada detrás de la boca de la mula, y aunque la inflamación estaba en la parte alta de la quijada, identificó esa herida como origen del problema. Le puso una inyección y no se que más tratamiento. No ocultó la gravedad de la infección, pero en ningún momento dio por perdida la caballería. Al día siguiente volvería y veríamos como evolucionaba el animal.
      La Leona no mejoraba, ya ni siquiera podía levantarse, tampoco comía nada y  parecía empeorar a ojos vistas. La inflamación de la quijada le deformaba la cabeza entera. Impresionaba verla tendida en el suelo respirando fatigosamente e incapaz de levantarse.
      Don Arturo venía todas las mañanas, le ponía una inyección y observaba la evolución de la mula con gesto preocupado.
      Aquellos días las visitas a la cuadra eran muy frecuentes para ver la evolución de la caballería.
      -¿Cómo está la mula?-.
      - Igual, no mejora-. Eran la pregunta y la respuesta que tanto se repitieron aquellos días en los que se deseaba ver a la Leona mejorada, pero se temía encontrarla muerta.
      ¿Sería verdad que se iba a morir la Leona? La mula, tendida en el suelo, respiraba muy fatigosamente. Su caótica respiración y su mirada triste, recordaban los peores momentos de la subida Val Primera. Debía tener mucha fiebre... Si las caballerías también tienen pesadillas cuando tienen mucha fiebre, la Leona muy bien podía creerse teniendo que subir una interminable cuesta Val Primera arrastrando una enorme carga. ¡Pobre Leona, sin poder subir la cuesta y sin poder dejar de intentarlo! A saber si las palmadas que le dábamos no le parecían latigazos de un labrador cruel.

      Mi padre se preocupaba de tuviese el mejor forraje al alcance de su boca, pero la mula siempre lo ignoraba. También le llevábamos agua y le levantábamos la cabeza para que pudiese abrevar. A veces bebía algo con desgana.
Para mi padre la muerte prematura de una caballería tampoco hubiera sido ninguna novedad. Cuenta que siendo niño, “antes de la guerra”, a su padre ya se le murieron repentinamente algunas caballerías. Entonces la muerte prematura de una caballería suponía un gran quebranto económico, lo mismo que si hoy, por accidente u otra causa, un agricultor tuviera que comprar un tractor nuevo sin tener amortizado el anterior.
      Aquellos días, las faenas del campo recayeron exclusivamente sobre la  Pastora, que tuvo que volver a ser, ahora en solitario, la mula de varas, categoría que años antes había cedido a la voluntaria Leona.
A Don Arturo, el veterinario, se le podía ver todas las mañanas cuando iba a ver a los animales que tenía que atender. Con su traje, su sombrero y su cartera era inconfundible. Aquellos días, a media mañana, pasaba a atender a la Leona. El tercer o cuarto día, la mula, después de días de fiebre y sin comer, ya tenía pocas carnes que perder. Tenía la quijada especialmente hinchada y D. Arturo decidió abrir la inflamación. Me sorprendió ver a D. Arturo con aquella ropa de trabajo y me sorprendió sobre todo la pericia con la que el veterinario actuaba. Mandó que se le levantase la cabeza de la mula y poner un cubo debajo de la quijada del animal. Cuando estuvo listo rajó la piel por donde más evidente era la inflamación. Por mis pocos años, estaba viendo la operación desde cierta distancia. Confieso que durante un momento aparté la vista por no poder soportar lo que veía. Por el corte que había hecho D. Arturo empezó a manar una enorme cantidad de pus. Se habían reunido varios hombres, parientes y vecinos,  por si era necesario sujetar a la mula mientras duraba la operación, pero cuando la Leona quiso protestar apenas pudo mover convulsivamente las patas y la cabeza que le mantenían en alto. El veterinario, con decisión y habilidad, abrió la piel por donde hizo falta, exprimió el pus de la inflamación, limpió la enorme herida, echó unos polvos blancos y  cosió parte de la piel que había abierto.
- ¡Con razón se dice tener mal para una caballería!-. Dijo el veterinario mientras se lavaba. Al día siguiente volvería a ver cómo tenía la herida la mula. Don Arturo parecía más optimista.
Después de marcharse el veterinario la Leona estaba extraña, ya sin inflamación, pero con una gran cicatriz en la quijada. Su aspecto era desolador, aunque su respiración era más profunda y regular que antes, como si se sintiese aliviada.
      Al día siguiente, ¡Quién lo iba a decir!, el forraje que todos los días se le dejaba al alcance de su boca, había desaparecido, ¡se lo había comido!. La mula había mejorado. Cuando vino D. Arturo, antes de ver a la mula ya percibió en nuestras caras que había mejorado. El veterinario le limpió la herida y , contentos todos, también se hablaron de otros temas48. Don  Arturo recibía todos los días “EL NOTICIERO”, periódico en el que aparecía un listado de alumnos que habían obtenido becas para estudiar. En casa tenían interés en saber si  aparecía un nombre en esos listados.
La Leona empezó a demostrar apetito y en uno o dos días ya tuvo fuerzas para levantarse. Estaba famélica e insegura sobre sus patas, pero a los que la habíamos visto enferma días antes nos parecía pero que muy mejorada.
   
      El veterinario venía todas las mañanas y le limpiaba la herida de la quijada para que cicatrizase bien. Era problemático porque cuando la mula comía, la cicatriz se movía y la mula estaba muy hambrienta. Días más tarde, de la cicatriz le empezó a salir un hilillo de agua cuando la Leona comía. A D. Arturo no pareció preocuparle, si acaso, tener cuidado de que pudiese abrevar con frecuencia.
      La Leona ya iba al campo. Voluntariosa como siempre ya se atrevía con alguna faena suave. Días más tarde el hilillo de agua dejó de salir cuando la mula “pagentaba” o comía en el pesebre. La cicatriz ya casi no se le notaba y la Leona volvió a ser la mula entregada y fuerte de siempre.
      Cuando la mula estuvo recuperada D. Arturo dejó de venir por casa. Días más tarde llamó a la puerta, traía buenas noticias. De la cartera sacó un ejemplar del periódico y, efectivamente, allí estaba el nombre que estaban esperando ver publicado.
      La satisfacción de ver a la Leona recuperada no impedía ver que las caballerías no tenían ningún futuro en la agricultura. Las caballerías eran cosa del pasado. Ya no había herrerías en las que ponerles  unas buenas herraduras, ni guarnicionerías en las que reparar los aparejos. Las caballerías eran cosas del pasado como el segar a falz, como las espigadoras, como el trillar en la era, como los Mases del monte. El pan ya no se hacía masando harina en casa y cociéndolo en el horno. Las viñas y los olivos ya no se estimaban como antes. Hasta la Feria de Híjar había dejado de celebrarse. ¡Con lo que había sido la Feria de Híjar!

Aparejando las caballerías. Archivo fotográfico del CEBM

>> CAPÍTULO X

******

CITAS:

48 No se si será la profesión de veterinario o las personas que la ejercen, pero he comprobado que con un veterinario se puede empezar hablando de animales y se puede terminar hablando de cualquier tema, divino o humano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario