Pastora y Leona - Las caballerias superadas por los tractores

Por Miguel Gracia Fandos

CAPÍTULO VII
LA RUTA DE PASTORA Y LEONA
VAL PRIMERA

   
   
      Cuando estuvo todo listo, ellos se fueron delante con el tractor y la cosechadora a otro campo que tenían que cosechar no muy lejos de allí. Conforme se alejaban, el ruido de los motores se iba difuminando y se hacían más perceptibles las cadencias que marcaban las caballerías con sus andares y su respiración. Tan diferentes eran esos ritmos que hubo un momento en el que parecía que en el mismo paisaje habían coincidido dos mundos distintos. Pero muy poco después las máquinas desaparecieron y quedamos con la fuerza muscular de las caballerías tirando de tan pesada carga.
      El comienzo del camino hacia el pueblo era más bien llano. Si acaso había que descender alguna pendiente muy suave, tanto que no hacía falta echar el freno del remolque para que no empujase demasiado a la mula Leona que iba enganchada en las varas. Si el terreno era llano, se hacía patente la fuerza de la Leona para que el remolque no dejase de avanzar. Si había un pequeño bache en el camino el ritmo de avance del remolque se frenaba y entonces llegaba el tirón de la mula Pastora que, delante, y por medio de los tirantes, también tiraba de las varas del remolque, aunque de una forma menos constante y regular que la mula de varas. Entre las dos el remolque con toda la carga seguía avanzando hacia el pueblo. En aquél terreno llano yo iba en el pescante del remolque. Mi padre fue todo el camino andando.
      En Val de Velez, muy cerca del camino, había un pozo de agua que por lo visto era algo salobre. Mi padre quiso acercarles agua con un cubo para que abrevasen, pero las caballerías extrañaron el agua y no quisieron beber. No debían tener mucha sed. Mi padre hizo un gesto de desagrado..., el pueblo estaba muy lejos y hacía mucho calor.
      Llegamos a un trozo de camino que yo ya conocía por haber ido por allí al Mas del Aljibe. Continuamos hacia el pueblo, pero muy pronto el terreno cambió y nos encontramos ante una cuesta considerable que había que subir. Aquello era Val de Chivales.
      Antes de que las caballerías llegasen a la cuesta mi padre me dijo que bajase del remolque, que ya llevaban demasiada carga las caballerías para subir aquella cuesta. Sin dificultad alguna, pude saltar del remolque en marcha, dado el pausado ritmo del las caballerías.
      Conforme las caballerías con toda la carga se acercaban a la cuesta, mi padre se mostraba más inquieto y empezó a requerir a las mulas por su nombre:
      - ¡PAASTORAAA  MULAAAAA...!
      - ¡LEEONAAAA...!
      Sobre todo a la Pastora, haciendo restallar la tralla para avisarle de que no se le iba a consentir que escatimase el esfuerzo que se le requería en aquél momento para poder subir toda la carga.
      Al llegar a la cuesta, la Leona pudo notar que la carga se resistía más a avanzar, pero también que delante de ella,  la Pastora, convencida por los argumentos de mi padre, mantenía un esfuerzo constante que, a través de los tirantes, ahora siempre en tensión, ayudaban muy considerablemente a subir la pendiente.
      Las mulas acometieron la cuesta con convicción. Pasado el primer repecho, hasta yo entendí que subirían la cuesta sin especial dificultad. Mientras subían la cuesta mi padre no dejó de arrear a las caballerías, más para animarles que para requerírselo, puesto que bien claro estaba que podían y querían subir aquella cuesta. Pero que la subieran con convicción no quiere decir que la subieran sin esfuerzo, que bien patente resultaba percibiendo la respiración de los animales y el sudor que hacía brillar su pelo.
      Subida la cuesta ya estábamos en el “Plano de los Migueles”. Al llegar al llano, la carga del remolque volvió a ser más llevadera y las caballerías fueron recuperando la respiración normal, al tiempo que gotas, muchas gotas de sudor, caían de sus cuerpos. Al estar más altos, se podía ver mucho más terreno, y mi padre me dijo, señalando a lo lejos con la vara:
      - Mira, ¿ves a allá lejos? Aquello es el Calvario y el Fortín, por allí tenemos que pasar para llegar al pueblo.
      Efectivamente, reconocí las siluetas que se veían en el horizonte, y me alegré de poder establecer referencias sobre la distancia que teníamos que recorrer, puesto que aunque identificaba algunos trozos del camino, por entonces no los relacionaba entre sí, y no sabía ni dónde estábamos ni cuanto faltaba para llegar. Viendo la sombra que hacíamos en el camino también me dijo:
       - Debe ser mediodía o poco más. Ves: en verano, si la sombra que haces con la cabeza la puedes pisar adelantando un pie, son las doce, hora solar-, me advirtió, puesto que por entonces el horario oficial se había adelantado una hora sobre el solar. Allí estábamos al mediodía o poco más de un día del mes de  Julio, con el sol propio de esas fechas y un calor que ya hacía temblar el aire encima de los rastrojos.
Ya habíamos andado bastante por el plano. Las caballerías ya habían recuperado el ritmo habitual cuando mi padre me dijo que subiera otra vez al pescante, que ahora venía buen terreno para las caballerías.
Desde el pescante, y cerca del camino, pude reconocer la viña que trabajaba mi padre en el Plano de los Migueles. También pude observar que el estado de las caballerías ya no era el mismo que tiempo antes cuando habíamos salido del campo. La distancia recorrida hasta entonces, el sol que caía a plomo y, sobre todo, el esfuerzo que habían tenido que hacer para subir la cuesta de Val de Chivales, habían hecho mella en las caballerías que tenían un andar menos alegre que al principio. No obstante, las caballerías avanzaban decididas por el ligero descenso de Las Corcelladas y podía ver que el Calvario y el Fortín, las referencias que yo tenía,  estaban cada vez más cerca. Algún comentario optimista debí hacer yo dando por seguro que llegábamos a casa con toda la carga, al constatar que nos acercábamos al pueblo.
- Esto ray39, dijo mi padre. Aquí avanzamos pero estamos en llano, en las cuestas de Val Imaña y Val Primera veremos si pueden las mulas con todo el peso.
Val Imaña y, sobre todo, Val Primera, eran los parajes que yo no llegaba a identificar pero que, desde que se cargó en el remolque tirado por las mulas, nombraban los que conocían el tema como barreras difícilmente franqueables para dos caballerías con más carga de la que les correspondía.
Al momento el camino comenzó a descender. Al mismo tiempo las curvas del mismo me impedían ver un trayecto largo. La bajada era más empinada que ninguna que habíamos hecho hasta entonces, y el remolque con toda su carga empujaba a la mula Leona. A requerimiento de mi padre yo accionaba desde el pescante el freno del remolque buscando el punto adecuado para que no avasallase a las mulas ni tampoco ofreciera ninguna resistencia al avance. Bastante trabajo les costaba hacerlo rodar cuando no era cuesta abajo. Aunque me dio la impresión de que el freno del remolque tampoco andaba sobrado para tanta carga cuando el descenso era muy pronunciado.
Con el paso acelerado por la carga, pronto se acabó el descenso. Nos encontramos en un llano corto que era el fondo de una val que había que cruzar... aquello era Val Imaña. Una cuesta muy parecida a la que habíamos bajado ahora había que subirla. Cuando se descendió la cuesta, el freno del remolque ya no era necesario y bajé del remolque.
Sin solución de continuidad, cuando las caballerías se acercaron a  la cuesta arriba, mi padre repitió la operación de Val de Chavales: agitar la tralla y requerir a las mulas:
- ¡ARRE  MULA!, ¡LEONAAA!, ¡PASTORAAA MULAAAA!
      Las mulas estaban más cansadas, pero acometieron la cuesta con igual convicción que la anterior en Val de Chivales. El esfuerzo de la mula Pastora se hacía más evidente cuanto más insuficiente se mostraba el de la mula Leona. En lo más empinado de la cuesta y pese al esfuerzo de las mulas la carga se resistía a avanzar, pero mi padre con las voces y la tralla convenció a las caballerías para que se esforzaran aún más. Las ruedas aplastadas por la carga, aunque giraron muy lentamente no llegaron a detenerse, y así subieron la parte más empinada de la cuesta que hacía una curva. Al ganarla descubrí con desaliento que la pendiente, aunque más suave, se prolongaba más de lo que yo había imaginado. Pero me pareció que eso no era ninguna sorpresa para las caballerías que, aliviadas por haber superado la parte más empinada de la cuesta, y arreadas constantemente por mi padre, siguieron subiendo afanosas y ya decididas por aquella pendiente que parecía no tener fin.
Al final de la cuesta descubrí un paraje que recordaba, el paso a nivel de “Las Casillas Dobles”, sobre el ferrocarril de la “Torica”40. Estaba claro que las caballerías iban a poder llegar hasta allí con toda la carga, y mi padre me dijo que fuese corriendo hasta el paso a nivel para ver si había algún obstáculo imprevisto en la vía del tren que pudiese dificultar el paso del remolque.
  Los pasos a nivel sobre el ferrocarril han sido siempre unos lugares de muchísimo  peligro. Sólo en los que hay en este término municipal se podría hacer una larga  lista de sustos y de accidentes que se han producido tanto entre vecinos que imprudentemente cruzaban sin asegurarse de que no venía ningún tren, como en algún paso a nivel con barreras y un guardabarreras despistado. También se pueden poner ejemplos de accidentes en los que las víctimas han sido los propios guardabarreras cuando intentaban cumplir con su trabajo. Así pues, cuando se decidía pasar un paso a nivel, había que estar seguro de que no surgiera ningún imprevisto que impidiera hacerlo rápidamente. En aquél lugar la visibilidad era buena, pero entonces las locomotoras ya tenían motor Diesel y aunque sus velocidades nos parecerían hoy ridículas, eran muy considerables si las comparásemos con las anteriores locomotoras de vapor, que además echaban un penacho de humo que las delataba desde muy lejos. Y, sobre todo, si la comparásemos con la velocidad a la que las caballerías transportaban tan pesada carga.
Corriendo, descansado y sin ninguna carga, fácilmente pude adelantar a las caballerías que penosamente y con tanto esfuerzo terminaban de subir la cuesta de Val Imaña. Allí no había ninguna traviesa rota ni ningún otro obstáculo en el que pudiese atascarse alguna rueda al paso del remolque. Mi padre continuaba arreando a las mulas, y a gritos le avisé que el paso a nivel estaba bien. Mientras esperaba que las caballerías llegasen hasta el paso nivel, puede observar lo que les costaba a las mulas hacer el esfuerzo necesario para subir la carga. La Pastora, que  tiempo antes había querido patearme, ahora me ignoraba, concentrada como estaba en un esfuerzo compartido con la Leona y constantemente requerido a voces por mi padre (¡ARRE PASTORA  MULAAA!...¡LEONAAA!). Viéndolas así era difícil no sentir lástima por la agresiva Pastora y por la esforzada Leona.
Cuesta Valprimera con el "Fortín" y la cúpula de Santa Quiteria al fondo. Archivo fotográfico del CEBM


El ferrocarril estaba un poco elevado sobre el terreno, por lo que para llegar al paso a nivel había que subir (y bajar inmediatamente después de cruzar las vías) un repecho corto pero muy pronunciado, sobre todo para las. Conforme se iban acercando, mi padre, viendo el agotamiento de las caballerías, dejó de arrearlas.
-¡SÓÓOO!-, gritó mi padre cuando la Pastora iba a llegar, sin mucha convicción, al repecho del paso a nivel.
Las mulas obedecieron al instante. Detenidas las caballerías, la respiración forzada y a la vez coordinada de las mismas me pareció algo dramático y a la vez espléndido. Mientras tomaban aliento chorreaban sudor, y el suelo que había bajos sus cuerpos enseguida quedó completamente mojado y, las moscas...(¿de dónde habían salido esas moscas?) empezaron a importunar a las caballerías que cansadas como estaban no ponían mucho empeño en sacudírselas.
Cuando su respiración ya se había normalizado ya se podía escuchar el ruido de alguna chicharra entre el pesadísimo calor de julio. Mi padre comprobó que no se acercaba ningún tren:
-¡ARREE  MULLAAA!...
Y las mulas, un poco mas enjutas por lo mucho que habían sudado, tiraron del remolque hacia el paso a nivel. Enseguida llegó la Pastora, y cuando llegó la Leona, el remolque subía lo más empinado de la pendiente. O sea, que cuando la Pastora ya bajaba, las dos mulas tuvieron que emplearse a fondo para que el remolque subiese hasta las vías del tren. Ya había llegado un eje, y el otro, y el repecho se hizo bajada en la que la carga empujó durante unos metros a la Leona.
Cruzado el paso a nivel, las mulas acusaban el cansancio, pero retomaron el ritmo de marcha con decisión. Estábamos en la partida del Igualar. El camino subía suavemente, por lo que el esfuerzo de la Pastora tenía que ser constante y sostenido, puesto que la fuerza de la Leona hubiera resultado descaradamente insuficiente para hacer avanzar la carga en aquellas condiciones.
Desde Val Imaña yo iba andando. Al avanzar subiendo por el Igualar  pude comprobar mis referencias: el Calvario, el Fortín, y hasta la cúpula de Santa Quiteria se podían ver muchísimo más cerca.  ¡Estábamos llegando al pueblo!.
Debió cegarme el entusiasmo, o quizá no había avanzado lo suficiente, pero lo que vi  unos segundos después y unos metros más adelante me dejó congelado el ánimo. Efectivamente mis referencias se veían mucho más cerca, pero ¡ay!, entre el Fortín y nosotros se abría una inmensa brecha que había que cruzar: ¡Val Primera! . Aquello era la Val Primera tan nombrada, y  con tanta razón temida por los que sabían de esto.
Ahora veía asustado que delante de nosotros el camino descendía brutalmente, llaneaba unas decenas de metros por el fondo de la val y comenzaba a subir. Primero un repecho considerable. Un falso llano en el que la pendiente se suavizaba seguido de una cuesta inmensa, prolongada y sobre todo de mayor pendiente que ninguna que habíamos subido hasta entonces. Y al otro lado, encima de la cuesta, el Fortín y  el Calvario, que habían sido señales de proximidad al pueblo, aparecían ahora como una siniestra provocación.
Antes de comenzar el descenso de la val mi padre buscó una piedra de tamaño adecuado por si era necesario “piar”41  el remolque. Me dijo que yo buscara otra, y que estuviera atento a lo que me dijera.
Las mulas empezaron el descenso de Val Primera y de golpe la carga que tan duramente se había resistido a avanzar cuando subían, se lanzó sobre la Leona que tenía que correr empujada por la misma. Mi padre ya había accionado a tope el freno del remolque pero, en aquella pendiente y con aquella carga,  no frenaba lo suficiente para permitir un paso adecuado. No, la Leona, agotada después de tirar de tan pesada carga durante kilómetros, tenía que correr ahora avasallada por la misma y delante de ella la Pastora tenía que correr también para que la Leona no le alcanzase, pero sin distanciarse mucho de ella para que los tirantes no se tensasen y tirasen del remolque cuesta abajo.
No quiero pensar lo que hubiera podido ocurrir si alguna mula llega a tropezar, cae al suelo y llega a ser atropellada por el remolque. Yo también corrí cuesta abajo con una piedra de considerable tamaño por si era necesario “piar” el remolque. No hizo falta, las caballerías se coordinaron muy bien. Se notaba que, ni para subir, ni para bajar cuestas, era la primera vez que trabajaban juntas. Las agotadas caballerías corrieron como mejor pudieron empujadas por el remolque sobrecargado y en un santiamén nos encontramos en el fondo de la val.
Tuvo que haber unos metros en los que la inercia del remolque coincidiera con la marcha cansada de las caballerías, pero debió pasar enseguida y ya estaban otra vez tirando del por el llano. Lo cierto es que las exhaustas mulas no encontraban el ritmo de trabajo adecuado para tirar. Mi padre arreó, intentando a  voces coordinar sus movimientos, pero ellas, completamente agotadas, no reaccionaron como otras veces. Me dio la impresión de que si la Leona se hubiera encontrado fuera de las varas del remolque se hubiera desplomado ella sola. La Pastora no sabía, no quería o, simplemente, no podía ponerse a tirar.
-¡SÓÓOO!-. Gritó mi padre cuando la Pastora,  que ya no reaccionaba ni a las voces ni a la tralla de mi padre, acometía sin ningún convencimiento la subida de la val.
Las mulas se detuvieron. Me dio la impresión que el descenso atropellado de  la val les había cansado más que ninguna subida anterior. Desde luego, les había destrozado el ritmo de los pasos al caminar tirando de la carga y, sobre todo, de la respiración que ahora era tan agitada como caótica.
Las mulas ya no sudaban, ya no les quedaba líquido del que desprenderse. Con el pelo hirsuto, aparecían enjutas y exprimidas bajo el tórrido sol de aquél día de julio que en el fondo de la val parecía concentrarse y achicharrar con más furia. La respiración de las mulas se fue normalizando, pero cuanto más las miraba, más pequeñas y agotadas me parecían, al tiempo que la carga parecía aumentar. La cuesta, a cada instante se me aparecía más larga y empinada...No, no podrían subir las mulas con toda la carga.
Mi padre también miraba alternativamente a las caballerías, a la cuesta y a la carga. Pensaba que iba a decirme que subiera al remolque para ayudarle a descargar la mitad de los sacos, pero no me decía nada. Cogió el botijo y empapó con agua un trapo con el que humedeció el hocico de las mulas. No sirvió para calmar la sed de los animales, pero éstos agradecieron el gesto. La respiración de las mulas ya se había normalizado, y desganadas empezaban a sacudirse las moscas que les molestaban constantemente.
- ¡ARREEE   MULAAAA!-. Gritó mi padre, al tiempo que hacía restallar la tralla.
      - ¡PASTORA MULAAA!,  ¡LEONAAA!
Penosamente y nada convencidas empezaron a andar las mulas llevando el remolque con toda la carga hacía la subida de Val Primera. Cuando el remolque comenzó la subida, la Pastora ya estaba subiendo la parte más empinada del primer repecho.
      -¡LEONAAA!  ¡ARREEE PASTORA!, requería constantemente mi padre y esta vez descargó un trallazo sobre la Pastora que ante la cuesta que tenía por delante, tiraba con pocas fuerzas y ninguna convicción del remolque. Avivaron algo el esfuerzo y consiguieron que el remolque pasara el primer repecho de la cuesta. Muy trabajosamente siguieron llevándolo por un tramo de menos pendiente. Cuando  llegaban al segundo repecho, más empinado y mucho más largo que el anterior, las caballerías, que ya no reaccionaban a las voces ni a la tralla de mi padre, desfallecían a ojos vistas.
      - ¡SÓÓOOO!-. Gritó mi padre un instante antes de que al menos la Leona cayese desplomada.
      A los animales tampoco se les puede exigir imposibles, y si tanto se les pedía las caballerías llegaban a quedarse bloqueadas. Aguantaban estoicamente todos los palos que les dieran, pero se ahorraban el esfuerzo de acometer un trabajo que se les antojaba imposible. En esos casos, seguir pegando a los animales, además de ser una exhibición de crueldad, era contraproducente para el trabajo. Un buen labrador, tenía que tener cuidado en no llegar este límite.
      ¡Pobres animales!. Pastora ¡Quién te ha visto y quién te ve! Hacía unas horas me hubiera pateado y allí estaba ahora exhausta y humillada. Y la Leona, impotente, respiraba de forma irregular y aparatosa, consumida por el esfuerzo. Ni siquiera podía sudar, pero bajo sus ojos,  enormes  y  tristes, muy tristes, se veían unas gotas de líquido, que no se si serían restos de sudor, o simplemente de lágrimas de impotencia y agotamiento.
      Pensaba yo que ya estábamos tardando en descargar la mitad de la carga, más aún, que tendríamos que haberla descargado antes de comenzar a subir la cuesta de Val Primera. Tanto esfuerzo que se había obligado a hacer a las caballerías y total, apenas se había subido una cuarta parte de la cuesta. No, no valía la pena haber exigido tanto a las mulas. Tan agotadas estaban que hasta dudaba que ahora pudieran subir la cuesta con sólo media carga.
      Las caballerías iban recuperando su respiración normal. Mi padre, con gesto de preocupación y de duda, miraba alternativamente la cuesta, a las caballerías y a la carga, pero no decía nada de descargar ningún saco del remolque. Yo también miraba lo mismo, y a cada momento la cuesta se me hacía más empinada, la carga grande, y las mulas más pequeñas y exprimidas.
      Cuando pensaba que mi padre había decidido descargar algunos sacos, cogió unos trozos de pan del que habíamos llevado para almorzar nosotros al tiempo que me explicaba:
      -Esto hay que hacerlo con mucho cuidado. Si así no pueden subir al primer intento, descargaremos los sacos que haga falta-.                                      
       Después cogió también el tonel del vino, del vino de la viña del Plano de los Migueles, que era espeso, negro y de muchos grados. Empapó con vino los trozos de pan y se los dio a las mulas. A las mulas pareció gustarles, se relamían muy a gusto. Me dio la impresión de que les supo muy a poco, y en los agotados ojos de la ingenua Leona apareció una chispa de alegría. Mi padre me advirtió:
      - Cuando arree te pones algo detrás de las mulas, braceas y gritas mucho-.
      Aún estaban relamiéndose las caballerías cuando mi padre, con más energía que en otras ocasiones les espetó la tiempo que daba trallazos en todas direcciones:
      -¡ARREE  MULAAAA!   ¡LEONAAA!, ¡PASTORAAA MULAAA!
Hubo un ruido raro de aparejos que se tensaban, de cascos pisando fuertes en el suelo. La Leona había saltado como un resorte y se concentraba en el esfuerzo. Las ruedas del remolque, aplastadas por el peso, se pusieron a girar muy lentamente, pero la carga se resistía a avanzar lo suficiente y la esforzada Leona resbalaba al perder pie con las patas delanteras. Yo llegué a temer que ya no se levantaría cuando un oportuno tirón de la Pastora levantó del suelo a  la mula de varas y permitió que, de forma muy ligera, la  carga siguiese avanzando. En alguna ocasión fue la Pastora la que perdía pie, pero ahí estaba la Leona que durante ese momento mantenía el tiro que tan penosamente hacía subir la carga. Creo que si hubiesen tropezado las dos a la vez, el remolque se hubiera detenido y no hubieran podido ponerlo en marcha de nuevo. Entre tanto esfuerzo estimulado por lo mucho que gritaba mi padre (algo también gritaba yo) las mulas percibían que aunque muy penosamente la carga estaba subiendo.
Cuando las caballerías ya acompasaban su respiración y sus pasos, vi cómo la Pastora miraba con rabia la cuesta. Fue esa mirada la que me hizo consciente de una evidencia: ¡Las caballerías se sabían el camino!
      ¡Por supuesto que las caballerías, y los animales domésticos se conocían el camino!. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? En mi niñez todavía había en las casas alguna cabra que por el día iba a pastar con algún ganado, y al atardecer, por las calles que entonces eran de tierra, volvían solas cada una a su casa. Los entonces chicos a veces jugábamos a interrumpir el paso de alguna cabra tapando  la calle por la que tenían que pasar. Incluso arrastrábamos alguna cabra hasta otra calle desconocida. Las cabras balaban inquietas si las importunábamos, pero ¡nunca!, ¡nunca! conseguimos que una cabra se perdiera y no supiera llegar a casa.
      En Fortanete, una mujer contó que siendo niña vivía en una de aquellas masías del Maestrazgo. En una ocasión en la que se suponía que estaba al cargo de unas ovejas que pastaban alejadas de la masía, se echó encima una niebla espesa que desorientó completamente a la niña. Según contaba, las ovejas no solamente le guiaron hasta la masía, sino que hasta se esperaban para que la niña les siguiera.
      Obviamente, las caballerías se conocían los caminos que iban a casa y a los campos en los que solían trabajar. Este conocimiento de los animales era aprovechado por los labradores sobre todo en tiempo de cosecha, cuando se andaba siempre falto de sueño y se tenía que “carriar” por la noche. Entonces, para no dormirse,  iban andando por los caminos principales, pero cuando las caballerías ya no podían equivocarse por conocer una sola alternativa en los cruces que quedaban, los labradores ya se podían montar en el carro y faltos de sueño como estaban, quedarse dormidos, mecidos por los movimientos del carro al ritmo que marcaban los andares de las caballerías. Algunos me cuentan que aparecían en otro campo en el que no había ningún trabajo que hacer y los labradores lo achacaban a que las caballerías eran muy tontas, o se pasaban de listas, que nunca se sabe. Pero me parece que se debía a que quién las tenía que conducir se había dormido antes de tiempo, antes de llegar al último cruce en el que las caballerías pudieran equivocarse. Había otro caso en el  que tampoco se debía dejar a las caballerías  la responsabilidad de avanzar sobre un camino: cuando había que cruzar sobre un paso a nivel.

Vista general de Samper de Calanda. Archivo fotográfico del CEBM

      Cuando escribo esto estamos acostumbrados a la conducción de vehículos a motor que obedecen ciega, mecánicamente para se exactos, al conductor, aunque se trate de un conductor soñoliento, borracho o simplemente temerario, que avanza a gran velocidad hacia el desastre. O al tractorista confiado,  que se acerca mucho a un ribazo con fuerte desnivel donde el terreno puede ceder,  y los vehículos a motor chocan o vuelcan provocando grandes daños y sobre todo muchas víctimas. Con las caballerías ese tipo de accidentes no pasaban, entre otras cosas porque el conocimiento o el instinto de los animales no consentían cierto tipo de errores a los labradores que los conducían. A veces había que pasar por algún lugar que podía parecer peligroso a los animales. En esos casos se les tapaban los ojos, con lo que quedaban completamente a merced del labrador. Algo de eso podemos ver hoy en lo que para unos es fiesta, arte y colorido, y para otros crueldad y tortura de unos animales, pero que si no fueran negocio para algunos ya habrían desaparecido hace tiempo: las corridas de toros, en las que al caballo del picador se le tapan los ojos. Por cierto, que cuando las caballerías giraban alrededor de una noria, también se les tapaban los ojos para evitar que se mareasen. Pero vamos a lo nuestro, que aquí hemos dejado a las agotadas mulas Pastora y Leona intentando subir con un remolque sobrecargado la cuesta de Val Primera.
      Por la forma de tirar de la Pastora me di cuenta de que no sólo conocían el camino, si no que conocían cada guijarro de los que había en el suelo… y  también la carga que llevaban.
      Me cuentan que en ocasiones, cuando se cargaba un carro, la caballería de varas daba pequeños tirones para tantear la carga que ponían en el carro. Y en el trayecto que llevaban recorrido, habían tenido demasiadas oportunidades de tantear la carga que llevaban. Las caballerías también conocían la fuerza y las posibilidades de las otras caballerías con la que tiraban conjuntamente.
      Conociendo la cuesta que tenían que subir, la carga que llevaban y también la entrega al trabajo de la Leona; la Pastora, por tener más edad, más astucia, seguramente por haberse agotado menos en el camino recorrido hasta entonces o quizá porque iba delante y ya le faltaba menos para llegar al final de la cuesta, se había hecho cargo de la situación y tiraba decidida a subir con toda la carga la cuesta de Val Primera.
      Una Pastora desconocida para mi, muy inclinada hacia delante y con el cuello alargado, como si quisiera llegar con la cabeza al final de la cuesta y la collera no dejase avanzar al cuerpo, tiraba con rabia al tiempo que con unos ojos alocados miraba furiosa al final de la cuesta a la que tan trabajosamente se acercaba con unos pasos ahora cortos, muy cortos, pero seguros. Los tirantes de los que tiraba la Pastora parecían haberse estirado y a cada paso que daba la mula gruñían por la tensión a la que se veían sometidos. Por un momento temí que los tirantes se partieran con lo que la Pastora hubiera salido disparada hacia arriba y la carga hubiera arrastrado a la Leona al fondo de la Val si no se “piaba” rápidamente el remolque. Pero eso no ocurría y la Leona, notando que cuanto mayor era la pendiente de la cuesta, la mayor parte del esfuerzo lo hacía la Pastora, aún se crecía y sacando unas fuerzas de no se dónde, adaptaba sus pasos a los cortos y seguros de la Pastora para que el avance de la carga, aunque lento, fuese siempre perceptible. Mientras tanto, mi padre no cesaba de arrear a voces a  las mulas y de restallar la tralla como si detrás de ellas, en el fondo de la val, estuvieran aullando todos los demonios de las caballerías. Teniendo en cuenta que era perfectamente posible que fracasasen en el intento de subir la cuesta, mi padre llevaba en la mano una piedra con la que “píar”el remolque si se detenía en plena subida. Había que evitar a toda costa que la carga cayese al fondo de la val arrastrando además a las desfallecidas caballerías; pero mi padre estaba muy ocupado arreando a una u otra mula para obtener lo mejor de cada caballería y evitar que esa situación pudiera darse.
      Hay que tener en cuenta que  no había dos caballerías iguales. Que las aptitudes y también las actitudes de cada caballería podían ser muy diferentes en cada situación. Al labrador que las manejaba correspondía arrearlas adecuadamente para obtener lo mejor de cada una en cada situación, para que se complementasen sus cualidades y para administrar el esfuerzo adecuadamente a lo largo del trabajo que tenían que hacer.
      Me cuentan que en una ocasión, en el “Molinico Tolo”, un camión que había descargado olivas no se ponía en marcha al fallarle la batería. Con varias caballerías intentaron subirlo hasta la carretera y aprovechar la pendiente para arrancarlo, pero las caballerías que había allí no podían subirlo. Fueron a buscar un par de mulas especialmente grandes y poderosas, pero quién las mandaba no consiguió que tirasen de la forma progresiva y coordinada que aquél trabajo requería. No, las mulas que tiraron de forma brusca y descoordinada consiguieron romper algunos aparejos, además dejaban de tirar cuando percibían que la carga no avanzaba como ellas pretendían, y tampoco pudieron subir el camión por la cuesta. Medio por apuesta fueron a buscar un burro que tenía especial fama de fuerte y trabajador. Engancharon al burro, solamente al burro, al camión y cuando comenzó a tirar, el animal percibió que el camión avanzaba algo con lo que el burro continuó con el esfuerzo, jaleado por todos los que estaban allí. Con pasos cortos y esfuerzo continuado, el burro consiguió subir el camión un buen tramo de cuesta, suficiente para ponerlo en marcha. Seguro que aquellos camiones no eran tan grandes como los actuales, pero por lo que me cuentan, el burro también era un animal singular, especialmente grande para ser un burro. Era también fuerte y sufrido como los de su especie: el burro que fue del “tió Mimbrero”. Pero...¡Cómo me enrollo! Aquí seguimos estando pendientes de las mulas Pastora y Leona, que no se de dónde han sacado fuerzas. A ver si consiguen subir la cuesta de Val Primera y ya no pienso salirme del tema hasta que consigan subir, o hasta que revienten intentándolo.
      Era extraordinario ver el trabajo de las mulas, inclinadas hacia delante, con unos ojos rabiosos que parecía que se iban a salir de sus órbitas, tirando furiosas de la carga, dando pequeños pasos y manteniendo el tiro hasta poder dar el paso siguiente. Pero lo realmente impresionante era el ruido que ese trabajo provocaba: el ruido de los cascos que golpeaban fuerte en el suelo para que no resbalasen, el gruñido de los “frazaletes” 42 y de los tirantes de la Pastora que transmitían la fuerza de las mulas hasta la carga, los gritos y los trallazos que daba  mi padre, que  se desgañitaba jaleando a las mulas (¡HALA, HALA, HALA PASTORA MULAAAA! ¡ARREE LEONAAAA). Y la respiración, sobre todo la respiración  sincronizada y a la vez increíblemente forzada de las caballerías que me recordaba a las antiguas locomotoras de vapor, y que me hizo temer que eso de reventar a una caballería no se dijera en sentido figurado.
      Se suponía que yo tenía que estar agitando los brazos y gritando para estimular a las mulas, pero lo cierto es que cuando percibí el esfuerzo de las caballerías me asusté y, o no era capaz de gritar, o mis gritos no los escuchaba ni yo mismo. Allí estaba yo impresionado por el colosal esfuerzo de esos animales que el diccionario define como bestias. Impresionado  como estaba por el esfuerzo de las mulas, de pronto vi que por encima de la Pastora que tiraba furiosa de la carga, empezó a aparecer majestuosa y solemne la figura del Calvario. Lo peor de la cuesta ya había pasado, y las caballerías bajaron el ritmo de trabajo, que tampoco hubieran podido mantener. La Pastora ya no miraba fijamente al final de la cuesta, más bien su cabeza oscilaba como si estuviera mareada por el esfuerzo y fuera a desplomarse, pero ahí estaba la Leona que otra vez mantenía el esfuerzo suficiente para seguir avanzando por lo poco que quedaba de la pendiente. Para entonces, de la boca de las mulas colgaba una baba espesa que hacía más evidentes sus desesperados esfuerzos por respirar. Hubo un momento en el que no se sabía qué se acabaría primero, si la cuesta o la fuerza de las caballerías. Pero lo cierto es que el remolque en ningún momento dejó de avanzar y, animadas por mi padre, las caballerías llevaron la carga hasta el punto más alto de la cuesta, en el que el Calvario aparecía ya al alcance de la mano. Hasta llegar a casa ya era todo cuesta abajo.
      Mi padre dejó de arrear a las caballerías. Entre satisfecho y aliviado tiró la piedra que había llevado por si era necesario “piar” el remolque. Detrás del remolque aplastado por la carga, quedaba Val Primera. Eché una mirada furtiva sobre la val y aquellas cuestas que, como una horrible pesadilla, seguían dando miedo después de haberlas pasado.
      Habían subido la cuesta con toda la carga, lo había visto yo. De no haberlo visto, difícilmente lo hubiera creído, sabiendo cómo estaban de agotadas las mulas cuando comenzaron a subir. ¿Cómo habían podido llegar hasta allí las caballerías? ¿No estaban exhaustas hace un momento en el fondo de la val? ¿Cuál era el límite de las caballerías? Desde luego que los trozos de pan con vino, en una dosis más que medida, les habían transformado. Por lo pronto les había dado el atrevimiento suficiente para encarar la cuesta, que lo primero que hace falta para vencer alguna dificultad es intentarlo. También les había dado algo de energía,  que falta les había hecho.
      Encima de la cuesta ya se podían ver hasta pequeños detalles del Calvario. Todos sabíamos que hasta llegar a casa era prácticamente todo el camino cuesta abajo. Pero las mulas no expresaron ninguna satisfacción, se les veía especialmente agotadas y tristes, como si el esfuerzo hubiera sido desproporcionado para tan tibia recompensa. Como si no hubiera valido la pena pagar tan alto precio para conseguir un éxito tan relativo. Mi padre también estaba más aliviado que contento. Estábamos asistiendo al final de una época, no era fácil encontrar motivos para la alegría. Pocos años antes, para recolectar esa cantidad de trigo que transportaban las caballerías, entre segar, carriar, trillar y aventar, hubieran sido necesarios varios días de trabajo de las caballerías y 4 ó 5 personas. Si se hubiera trillado en el monte se hubieran hecho dos o más viajes para llevar el grano y volver con recado. Pero entonces en  2 ó 3 horas la cosechadora lo había recogido y en un sólo viaje las caballerías habían sido capaces de llevar todo el grano a casa.
      Unos años antes, traer desde el monte en un solo viaje tanto grano con dos caballerías hubiera sido una valentida digna de ser contada y de ser puesta como referencia para otros labradores. Pero entonces, el hecho de que hubieran podido subir la cuesta con toda la carga, más que un éxito, era la constatación de los límites de las caballerías, que  de ninguna manera podrían competir con el ritmo que marcaban los tractores y la mecanización agrícola.
      Como merecido premio al colosal esfuerzo que habían hecho las mulas, ya en la partida de la Bocamina, el camino empezó a descender suavemente y la carga ni se resistía al avance ni avasallaba a la Leona. Las mulas, aunque tristes, humilladas y con el paso cansino, continuaron andando hacia el pueblo. Pese al estado de las caballerías y teniendo en cuenta lo favorable del terreno, creo que podemos dejarlas un momento. Mientras a su ritmo se acercan al pueblo,  pasamos a considerar algunos condicionantes socioeconómicos a los que tenían que enfrentarse los labradores en aquella agricultura en la que los tractores desplazaban a las caballerías.
   
      Por lo que he visto y por lo que deduzco, cuando escribo esto tengo la impresión de que a mi padre, la llegada de la mecanización le había pillado con el paso cambiado y no sé si decir que afortunadamente, puesto que de no haber sido así, yo no hubiera conocido el trabajo de la tierra con caballerías. Claro que entonces tuvo que ser un gran inconveniente. Cuando él ya no era joven, cuando con mucho trabajo se había hecho a la agricultura con un par de mulas tan buenas como la mejores, resulta que la agricultura con caballerías eran cosa del pasado.
      En su juventud, al terminar la mili, un hombre podía y en cualquier caso tenía que asumir su modo de vida, entonces todos sus condicionantes le llevaban a trabajar la tierra. Otra alternativa era impensable, siendo el mayor de los hermanos varones. Hubiera sido desentenderse de los suyos, de su padre viudo y ya mayor (entonces se envejecía mucho más rápido que cuando escribo esto y  trabajar la tierra con caballerías era cosa de jóvenes), de su hermano Salvador que le seguía en edad y que andaba flojo de salud, del pequeño Rafael que a sus pocos años ya había dejado la escuela para ganarse el pan cuidando un pequeño hato de ganado. Sus hermanas ya estaban casadas, pero entre los condicionantes de ellas también había estado el madurar deprisa  al faltar tan pronto la madre.
      Hay que tener en cuenta que, al contrario de lo que ocurre en otras partes, en esta tierra la norma ha sido que los padres mantienen la titularidad de las propiedades hasta su muerte. Después se reparten a partes iguales entre todos los hermanos y, desde luego, siempre había estado claro que difícilmente todos los hermanos podrían dedicarse a la agricultura.
      Compaginando todo lo dicho, ya después de casado, había trabajado una temporada en “LA CALVO” 43, pero el jornal era tan exiguo que para poder comer una familia tenían que dedicarse a la agricultura u otra actividad a tiempo parcial. También había sido guardia de la “HERMANDAD”44, pero además de que el jornal era pequeño, si después de su jornada de trabajo como guardia le veían trabajando en su tierra, algunos pensaban que hacía dejación de sus obligaciones. Además se tenía que ver en alguna situación muy incómoda. Cuenta que en una ocasión, ejerciendo de guardia, se encontró con unos gitanos que llevaban grandes sacos de hierba que habían segado por ribazos y brazales. Hasta aquí sin problemas, puesto que esa hierba que había de ser forraje para sus caballerías, además de  silvestre no era propiedad de nadie. Pero les hizo vaciar los sacos y entre la hierba aparecieron dos remolachas que habían cogido de algún campo. Hubo denuncia y los gitanos tuvieron que pagar una multa. Por entonces algunos se escandalizaban de lo que se estaba haciendo con la Sociedad de Montes, en la que algunos, despreciando los Estatutos de la Sociedad, labraban hectáreas y hectáreas y a efectos prácticos se apropiaban de esos terrenos. Pero para denunciar eso no había cauce posible. Ni los guardias ni los juzgados estaban para eso. Claro que no eran gitanos ni los vecinos más pobres del pueblo los que se apropiaban de esas sardas labradas. A grandes rasgos eran los más ricos del pueblo, los que tenían caballerías, y sobre todo los primeros tractores cuando llegaron. Eran los ricos del pueblo y eso explica algo. O todo.
      Mi padre cuenta que también dejó el trabajo de guardia y se concentró en la agricultura. La agricultura es incierta y había que trabajar duro, pero con años regulares, malos y alguno bueno acaba produciendo algo y por entonces los productos agrícolas valían mucho. Entonces la agricultura no estaba subvencionada como cuando escribo esto, pero me cuentan que trabajando huerta de otre a medias se podía  ganar más dinero que asalariado en una empresa. Se concentró en la agricultura, trabajando tierras de la familia y de otros,  y no es que le hubiera ido mal, pues se habían hecho una casa, tenían hijos sanos que ni remotamente habían conocido el hambre (si en el posguerra hubieran pillado una cosecha de trigo como la que llevaba ahora a casa con las caballerías, él tampoco hubiera visto el hambre tan de cerca) y ¡quién se lo iba a decir!, hasta podían tener beca y estudiar en Zaragoza. Pero eso ya no contaba, y ahora que se había hecho a la agricultura con unas mulas tan buenas como la mejores, resultaba que las caballerías no tenían ningún futuro.
      No había comparación posible entre el trabajo que hacían los tractores y el que podían hacer las caballerías. Por entonces se supo que en una de las casas de labranza más grandes del pueblo, varios tractoristas se habían turnado día y noche para mantornar45 las huebras46. Sólo paraban para repostar y en pocos días habían hecho tanta faena que era imposible imaginar ese trabajo hecho con caballerías. ¡No había comparación posible!
      Las extenuadas caballerías seguían acercándose al pueblo y pensaba yo que, de todas formas, nadie nos quitaría la satisfacción de pasar frente al  Calvario con toda la carga, tan lejos que estaba cuando mi padre me lo había señalado en el Plano de los Migueles, tanto peligro para bajar unas cuestas, tantísimo esfuerzo para subir otras. Muy pronto dejaríamos atrás el Calvario; pero por el camino de la “Tierra Baja”, que se junta muy cerca del Calvario con el que nosotros llevábamos, venía como una exhalación un tractor con un remolque también lleno de sacos de grano. Como venía por un camino diferente y llegó a la confluencia de caminos antes que nosotros, el tractorista no debió vernos, pero nosotros si vimos que llevaba unas tres veces el grano que nosotros llevábamos y que la velocidad también era 4 ó 5...ó 10  veces mayor que la nuestra... Por poner una comparación, que la verdad, ¡No había comparación posible! Cuando pasamos frente al Calvario, las caballerías y nosotros tuvimos que atravesar la nube de polvo que había dejado el tractor a su paso.

Abrevadero de caballerías en Samper de Calanda. Archivo fotográfico del CEBM

>> CAPÍTULO VIII

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CITAS:
39 Expresión que se usa por esta tierra para decir que da igual, que no tiene importancia, reminiscencias de la Lengua Aragonesa que se habló hasta no hace tantos siglos. Más purista debe ser la expresión “IXO RAY” que ha dado nombre a un grupo musical aragonés.
40 Se trata del ferrocarril que iba de la Puebla de Híjar a Tortosa por Alcañiz, se cerró poco después de este episodio, en 1973. La Torica era una pequeña locomotor de vapor que movía los trenes por esta línea de ff cc.
41 En el vocabulario local, poner un obstáculo delante de la rueda de un vehículo para que este no ruede por una pendiente.
42 Tiras superpuestas de cuero grueso que había en la collera en las que se enganchaban las varas del carro o los tirantes.
43 EMPRESA NACIONAL  CALVO SOTELO, hoy es ENDESA.
44 HERMANDAD DE LABRADORES Y GANADEROS, era el pomposo nombre que en los sindicatos verticales del franquismo agrupaban a la agricultura y ganadería. En la transición se convirtieron en las Cámaras Agrarias.
45 Segunda labor que se da a la tierra. Aparece en el Diccionario de voces aragonesas de JERÓNIMO BORAO que editó  EL DÍA DE ARAGÓN.
46  Terreno ya labrado. Aparece en el Diccionario de voces aragonesas de JERÓNIMO BORAO que editó  EL DÍA DE ARAGÓN.

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