La Escuela en Azaila

Por Alberto Tesán Bielsa







Mi buen amigo Cándido me ha propuesto que escriba unas líneas intentando explicar lo que fue la escuela en mi pueblo, Azaila. Después de darle muchas vueltas a la idea, me he decidido no por acumular muchos datos y estadísticas, número de alumnos o listado de maestros y años que estuvieron, sino por intentar ofrecer una visión más personal, dar unas pinceladas, a través de mis recuerdos y vivencias, de cómo se sentía y se vivía la escuela rural en mis tiempos de colegial, allá por los años sesenta y setenta.

   Dicha elección no ha sido tomada al azar. Creo, sinceramente, que para enumerar frías cifras de estadísticas y listados, ya están los departamentos correspondientes. Prefiero centrarme en la relación humana de los protagonistas, los chicos y las chicas que acudían todos los días a la escuela, y su entorno más cercano, el pueblo en el que se ubicaba.

   Como escribía Antonio Machado: «mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla..», bien podríamos decir nosotros: «Mi infancia son recuerdos de la escuela de mi pueblo». Quien no se acuerda, ahora con cariño y nostalgia, entonces con una amalgama de sentimientos encontrados, de las travesuras en clase, de los juegos del recreo, de los castigos y lecciones mal aprendidas, de la amistad de los compañeros de toda la vida, de las peleas entre amigos...

   Así pues, comenzaremos poniendo en situación la escena: la típica escuela rural, en un principio separada por sexos, los chicos por un lado y las chicas por otro, de todas las edades, cada uno con su maestro, encuadrada en el típico pueblo rural, eminentemente agrícola y ganadero. Con el tiempo, a la vez que el pueblo iba perdiendo habitantes, asimismo la escuela iba perdiendo alumnado a marchas forzadas. Más tarde, coincidiendo con el cambio general en la sociedad española se pasó a ser escuela mixta, aunque en este caso ya sucedió cuando apenas quedábamos chicos en edad escolar, con menos de diez alumnos.

   Recuerdos de la escuela que te marcan para siempre, para bien o para mal. En aquellos tiempos, mediados y final de los sesenta, íbamos a la escuela, entre chicos y chicas, al menos cincuenta, como ya he dicho antes, separados por sexos. Eran tiempos, al igual que la escuela, en los que el pueblo bullía actividad; la gente, labradores y ganaderos, realizaban sus trabajos y no emigraban; se notaba y se sentía la vida en cada rincón de sus calles, en los corros de la gente «a la fresca de las puertas» en verano, a los grupos de críos correteando y jugando por las plazas después de haber acabado las clases.... También entonces conocimos las raciones de leche que nos daban en los recreos para desayunar, de toma obligada, quisieras o no, y las famosas «cátedras» donde, por las noches, quien quisiera, sobre todo nuestros padres, podía ir a la escuela a aprender las más variopintas actividades: trabajar el estaño, marquetería, hacerles asientos a las sillas con cuerda.. Nos llamaba mucho la atención ver a nuestros padres ir, después de cenar, a realizar semejantes menesteres. En muchos casos, actualmente, aún se conservan muchos de los trabajos realizados entonces. Se veía, pues, una intensa relación entre escuela y pueblo.

   Las tareas propias de la escuela las realizábamos nosotros por riguroso orden de edad y de sexo. Las chicas se ocupaban de la limpieza y del orden en el aula, mientras los chicos se encargaban de otras tareas, entre ellas de encender y limpiar la estufa de leña y carbón. A su vez, el trabajo también era proporcional a la edad: cuanto mayor eras, más mandabas a los pequeños que, a su vez, cuando crecían, mandaban a los que venían detrás en edad.

   En cuanto a los maestros, qué decir de ellos. En consonancia con los tiempos que nos tocó vivir, eran autoritarios en la escuela, a la vez que gozaban de un gran respeto en el pueblo. Se decía que, junto al cura y al alcalde, eran los que más mandaban en el pueblo. A ninguno de nosotros se nos ocurría que los viésemos donde fuera, y no corriéramos a saludarlos, so pena de recibir una regañina suya, y algún que otro bofetón de nuestros padres cuando se enteraban. También era normal que en fechas señaladas recibieran algún que otro presente, llámese unas madalenas o alguna que otra rastra de chorizo o longaniza, según la capacidad económica de quien hacía el regalo.

   Su relación con el pueblo era extremadamente fuerte, pues aunque había casas de maestros, por supuesto una para el maestro y otra para la maestra, y solían estar ocupadas por ellos, era bastante normal que algunos de ellos vivieran en casa de alguna familia del pueblo, como si fueran uno más de ellos. Esta circunstancia creaba situaciones curiosas. Por un lado, si te tocaba este caso, creías que por ello tendría algo de deferencia hacia ti, y por otro, estabas más controlado que los demás. Lo digo por experiencia propia, pues todavía recuerdo la maestra que vivió, hasta la jubilación, en casa de mis abuelos, que con el tiempo llegó a ser uno más de la familia, y con la que todavía conservamos, después de tantos años, una buena amistad. Ella fue la que, con apenas tres años y para mi desgracia entonces, me llevaba con ella a la escuela de las chicas, hasta que tuve los años para pasar a la de los chicos.

   Con el tiempo, llegaron los años en los que la gente del pueblo empezó a mar-char a las ciudades, en este caso a Zaragoza. Y con ello, toda la familia, incluidos los hijos. También hubo casos en los que no marchaban los padres, pero sí que enviaban a sus hijos a estudiar fuera. Era como si, de repente, fuera se viviera mejor y en otros colegios enseñaran más. Poco a poco, toda la energía, toda la vitalidad del pueblo se iban apagando paulatinamente. Todo el bullicio de las chicos y chicas al salir del colegio, toda la alegría de los recreos, todos los juegos por las calles y plazas, se fueron perdiendo, quedando únicamente para los fines de semana y épocas de vacaciones.

   La escuela, ya unificada, pasó a quedarse con un solo maestro, y cada año iba perdiendo alumnos hasta quedar, poco a poco, con menos de diez alumnos. Yo no sé si fue por esto, o porque nos íbamos haciendo mayores, pero ya no veíamos el ir a la escuela con la candidez de niños de al principio, sino más bien como una obligación que teníamos que cumplir todos los días.

   Y, al final, sucedió lo inevitable. Si a todo lo anterior le sumamos que el sistema educativo de entonces sugirió que los alumnos de 6º de E.G.B. en adelante fuesen a estudiar a otra población, nos encontramos que apenas quedaron cinco alumnos en la escuela. Con estos números estuvo así, agonizando, durante algunos años, hasta que, irremediablemente, se decidió su cierre.

   Y con ella murieron, en parte, las esperanzas de un pueblo que luchaba por sobrevivir a duras penas. Siempre se ha dicho que, cuando la escuela de un pueblo se cierra, el pueblo empieza a morir lentamente. Ahora comprendo, y a la vez admiro, todos los esfuerzos que realizan las gentes de algunos pueblos para atraer familias con niños e intentar mantener sus escuelas abiertas. Entiendo que su cierre es el principio del fin. Aquí, en Azaila, también se intentó, reabriendo la escuela con los hijos de algunas familias que vinieron al pueblo, aunque sólo funcionó durante cuatro años. Son los riesgos que se corren cuando las personas son desconocidas.

   Con este nuevo cierre, ahora sí definitivo, nos quedamos en el pueblo sin niños para ir a la escuela. Mejor dicho, los dos o tres que hay, los llevan a estudiar al colegio más cercano que les corresponde. Pero quedaron dos amplios locales vacios. Y como no hay mal que por bien no venga, éstos fueron aprovechados para montar un multiservicio rural . Lo que antes era escuela de las chicas es, hoy en día, una pequeña tienda; y la escuela de los chicos, un bar. Irónicamente, los que de pequeños íbamos a la escuela de una manera, ahora de mayores lo hacemos de otra. Las escuelas de Azaila, nuestras viejas escuelas, siguen cumpliendo, a su manera, con la función para lo que fueron creadas. Pues, si uno de los principios educativos es fomentar la convivencia, la amistad y el compañerismo entre las personas, ¿no lo siguen haciendo todavía, se llamen como se llamen?. Quedamos en las viejas escuelas.

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