La Escuela. Un recuerdo

por Alejandro Abadía París



  


Cuando uno escribe sobre la escuela siempre surge el recuerdo. Por eso hay que escribir en primera persona. Es inevitable. Y la evocación más reincidente que guardo en el subconsciente de la escuela de Samper de Calanda fue la impresión que me produjo al entrar aquél día de septiembre de mil novecientos cincuenta y «algo», en el aula de los mayores; el día que abandonamos a los pequeños. Era un momento esperado; y no tenía muchos años, pero el entrar en aquella aula me marcó; porque aquello era la escuela. Un lugar donde media docena de mesas se agolpaban alineadas para seis o más alumnos que nos acogían sobre bancos alargados posicionándonos unos frente a los otros, como si fuéramos a competir.

   El aula era grande. En el fondo, por delante de dos grandes ventanales que dejaban entrar el sol de la tarde, una tarima elevaba al maestro que dirigía la clase y, presidiendo, tres retratos de políticos jalonando un crucifijo, imagino hueco, de hierro.


DÉCADA DE 1920: Grupo de párvulos de Dª María Sonsona, en la escuela de la Nevería.

   Recuerdo que en las paredes que daban al norte se alineaban dos encerados, largos, pintados de negro para los ejercicios de la tiza. Y un ábaco. Y un mapa grande de colores perpetuos dividido en provincias; una estufa de leña con un balde de aluminio que hacía de leñero y un pozal con agua sucia donde limpiábamos las plumillas dando al agua unos tonos ocres, azules o verdosos, dependiendo de lo que allí depositabas, y que ocupaba el lado que se orientaba con el oeste.

   En un rincón de la clase se levantaba pomposa una vitrina repleta de piezas arqueológicas, encontradas en las canteras de las Mil Rocas, Pompeya o en el Montecico: terra sigillata y campaniense; cerámicas íberas y romanas de yacimientos locales donde, acompañados por aquél maestro, se recogían y estudiaban; también recuerdo un hacha de piedra pulimentada que alimentaba mi vocación hacia la prehistoria y la arqueología, aunque yo estaba llamado para generacionar.

  No me llevarían a estudiar. Me quedaría. Las casas samperinas querían que sus hijos generacionaran, y no estudiaran. El hijo era el poder de la casa. Y, así, la escuela de los mayores era el «sero sampientia» dentro de la cultura del pueblo. El último peldaño para aprender. Sólo los hijos excedentes, los que no podían o no querían generacionar, saldrían a colegios de fuera buscando otros horizontes y alcanzar titulaciones. La escuela de los mayores era el último eslabón de aprendizaje para los que iban a quedarse.

   Pero ajenos a nuestro futuro, aquel día nos incorporábamos con los mayores a los que admiraba, porque en la escuela de los mayores estaban los más listos y mejor preparados. Tenían varios años más que nosotros, y era ilusionante poder convivir con ellos un tiempo. Aquella era la clase donde venían los inspectores desde Teruel a revisar nuestro aprendizaje o el cabildo a preguntarnos sobre las diversas materias; era el lugar donde se concedían diplomas con calificaciones diversas y donde salían los destinados a crecer en conocimientos preparando una carrera que los llevaran a ejercerla, la mayoría por vía del seminario, primero a Alcorisa y después a Zaragoza; aunque algunas familias pudientes los llevaban ya a colegios de pago a la ciudad.

  Ésta, recuerdo que nos dijeron con orgullo, era la escuela donde había impartido docencia D. Teodoro Causi Casaus, que en 1916 con el título «El hombre sólo se hace hombre mediante la comunidad humana», que giraba sobre la «Fun ción social de la escuela y del maestro según las doctrinas sustentadas por Joaquín Costa en sus obras y sus discursos», figuraba impreso su nombre en un lugar preferente por haber conseguido el primer premio en el concurso que, Heraldo de Aragón había dirigido a los maestros aragoneses. Con el tiempo pude leer el trabajo. Se publicó en el periódico el 9 de mayo de 1916, y todavía guardo el recorte de prensa. Era un orgullo pertenecer a esta aula donde maestros como don Vicente Escuin D. Arsenio Clemente o D. Julio López, dejarían también su impronta.

   Y el recuerdo siempre vivo del recreo, claro, porque aquel lugar era algo mágico; era aquel espacio en el que con dos piedras se simulaban los límites de unas porterías imaginarias para jugar al fútbol; un lugar cerrado, donde las pare-des altas ayudaban a disputar el «marro»; suficientes en amplitud para los juegos del «churro» y los saltos del «moro».

   Los chicos estábamos separados de las chicas en la escuela. Ellas la tenían en la plaza de la Villa. Don León Cappa había trasladado en 1868, el viejo ayuntamiento que nacía en la calle Mayor, a la Placica; y a aquel edificio, de siglos de interminables concejos, le tabicó aquella lonja donde tantas ferias se realizaron, donde el juego de las chapas tanto divirtieron a nuestros abuelos; un lugar que cobijaba a los lugareños que por allí pasaban hacia la iglesia del barrio de San Valero en los días de lluvia, y lo convirtió en escuelas. Se tiraron los tabiques de lo que eran oficinas y los salones de los cabildos; y se trasladaron los archivos de los miradores para convertir todo el edificio en tres aulas para las niñas. Un lugar vedado para nosotros, presidido por la Virgen Inmaculada que es lo que más recuerdo de haber visto, en la década de la otra centuria: en la de 1950.


DÉCADA DE 1920: Grupo de la escuela de niñas, en la plaza de la Villa de Samper de Calanda.

   La lonja de la plaza de la villa que se perdía, por su conversión en escuela, había sido también un refugio de la juventud samperina en los días de frío y nieve, pero siempre se tuvo la esperanza de recuperarla algún día. Pero cuando se cambió la ubicación, años más tarde, y el edificio fue vendido, la antañona lonja samperina, escondida entre ladrillos, allí volvió a aquedarse encerrada y, tal vez, para siempre.

   La construcción de la escuela de los chicos, me contaban mis mayores, también fue a costa de sacrificar un antiguo nevero. Un lugar donde se guardaba la nieve y que se taponó para que el lugar sirviera de escuelas; pero de esto hacía muchos años. Madoz, que visitó la villa en la década de 1850, nos cuenta que en la localidad había dos escuelas una de niños concurrida por 110 alumnos y otra de niñas con 70 alumnas; pero no dice dónde estaban ubicadas. Hoy, el nevero sigue siendo un pozo fantasma del que sólo el nombre de la calle lo recuerda.

  En el plano humano la escuela de la época nos mostraba momentos populares, arraigados a nuestras tradiciones. Y se manifestaban a la salida de clase del edificio de la Nevería en tiempo de Cuaresma. Aquello era todo un espectáculo: Las bolsas de cuero, pocas donde se guardaban los libros, u otras de trapo, muchas, que guardaban el material escolar, servían de improvisados tambores y bombos en la calle, haciéndose oír los golpes apagados de los libros y el resonar, más vivo, de los plumieres de madera agitados por el vibrar en su interior de los lápices y pinturines, por el Altero. Rapazuelos enredadores que portando pantalones con culeras, sujetos a duras penas por tirantes deshilachados, chupadas las puntas rotas para que sirvieran de sujeción a los botones dando vueltas los hilachos en su entorno, que se desprendían tras lo juegos del recreo, junto con la imagen de las alpargatas rotas, enseñando los dedos por la parte delantera, parecían convertirse de pronto en pequeños melindres en movimiento, como personajes sacados del teatro de guiñol en los días de feria. Seguían siendo tiempos de la posguerra.

   Rodillas ensangrentadas, siempre por el fútbol y las bolicas, por el pedregoso recreo, pero que eran nuestros deportes favoritos, junto con las trompas. No se trata de hacer cánones, no; sólo es cuestión de reseñar que eran los juegos de los chicos aprendidos en el recreo de la escuela. Los de las chicas eran el corro y al tejete y tenían otra asignatura: hacer labores.

   Nadie nos decía que había reglas en los juegos. La única regla era la del maestro que empuñaba y castigaba a los revoltosos que no estudiaban y despistaban a los demás.
   Era la conciencia del niño la que se ponía a prueba, que coincidía con el respeto al maestro y su destino. En mis tiempos en la escuela había orden desde que se entraba a las clases, formando filas se rezaba una oración y se izaba una bandera a la que nadie vilipendiaba.

   Y así, uno no puede evitar elevar un recuerdo a aquellos maestros cuya sola presencia bastaba para imponer disciplina a toda una clase que rebasaba los cuarenta miembros; porque allí no había una docencia con muchos libros especializados, sino un solo libro que había que darle muchas vueltas hasta aprenderlo. Un libro que se heredaba de los mayores conteniendo en un solo volumen geografía, historia, matemáticas, religión... Y aquellos maestros eran doctos en lo suyo, con vocación inmensa.

   Las normas se aceptaban por las buenas o por el palo. Los maestros eran para nosotros a la vez: sabios y severos. Postura hoy impensable lo de la «letra con sangre entra». Al maestro de hoy le costaría más de un problema aquellas formas de proceder.

   Tengo una anécdota en este ámbito de la escuela: Alguien, no recuerdo quién, pero seguro que era uno de los mayores, le filtró al Antonio de que la regla de madera de castigo del maestro, un artilugio fino con un lado recortado para cogerla mejor, se rompía cuando te golpeaba en la mano si está anteriormente se untaba con ajo. Y el Antonio un día quiso comprobarlo provocando el castigo, que no le tardó en llegar. Se había ungido la mano con ajo, y la expectación fue máxima cuando pasaba por entre las mesas a «aparar la mano». Su risa de complicidad era contagiosa cuando se acercaba ufano con aquello de «se va a enterar». Y se enteró él, cuando volvía a su sitio con las manos encogidas, entrecruzadas, protegiéndolas en las axilas y musitando algo entre lenguas. Seguro que se acordaba de alguien, y es que le regla no se rompió.

   Acaso, un observador inducido en las modernas tendencias, teniendo en cuenta la aridez de una población aferrada a sus tradiciones no hubiera entendido lo que aquí estaba pasando. Pero la villa tenía la dicha de no contar con tales observadores, y sólo los maestros de escuela poseían las razones suficientes para generar la ruptura. Aquí se podía subsistir y ser culto sin conocer siquiera las farragosas nociones platónicas o las bellas doctrinas orientales. Aquí la vida era reposada; las familias sólidas y hasta felices, y toda la existencia estaba impregnada de ese hálito de causa vieja que exhalan las villas cerradas que sólo admitía dos alternativas: quedarse o salir a estudiar fuera. Y las decisiones finales las marcaba la valía del alumno, la necesidad de los padres o la situación económica de los mismos. Y el termómetro era la escuela de los mayores. Por eso el entrar en esta aula era algo especial. Y nuestros sueños se cumplían o se romperían dependiendo de estos factores. Y a algunos nos tocó muy jóvenes el que decidieran por nosotros.

   Y es que los habitantes del municipio eran felices aquí, despreocupándose de lo que ocurría fuera. Es cierto que algunos, muchos, habían dejado la tierra por el ferrocarril o las minas; y sus hijos seguían acercándose al párroco en la calle para besarle la mano o para darle las buenas tardes al maestro. Era una muestra de cariño y de respeto. De subordinación a los que dirigían la vida espiritual y cultural del pueblo. Pero el deseo más ferviente de los padres es el que sus hijos se educaran en el respeto, adquiriendo al mismo tiempo una preparación suficiente que les hicieran capaces de mantener la casa. De perpetuar la casta. Máxima ambición de este villorrio viejo, anclado en unas tradiciones, tal vez, inamovible de siglos.

   Desgraciadamente, para los que nos quedamos, como para los que se fueron, el ideal no pasaba más que por ser un bello sueño truncado mirando al futuro por la igualdad establecida de las particiones patrimoniales. Los que se quedaron, sólo con grandes esfuerzos lograban pasar de los estudios primarios. Había que ir al campo, al taller o al mostrador del comercio. Era la lucha por mantener la casa o por crear otra fuera. Y la figura del maestro se agigantaba en la hora de tomar decisiones para que sus alumnos no perdieran sus oportunidades dependiendo de sus aptitudes.

   Recordar a algún maestro es pensar en D.ª María Sonsona, una mujer que llevó tres generaciones y a la que en 1985 le dediqué uno de mis libros. Fue nuestra maestra de párvulos, pero también lo fue de nuestros padres; o al matrimonio formado por D. Vicente Escuín y doña Rosa, aunque personalmente mi maestro fue D. Arsenio Clemente, un hombre al que un día habrá que recordar de forma más particular.

   Fueron, la mayor parte, aquellos maestros rurales que un día tuvieron la dicha de dirigir la clase de los mayores, en Samper de Calanda.



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