El gasto
público en España ha decrecido notablemente en los últimos tiempos debido a la
aplicación de las denominadas políticas de “austeridad”. En el ámbito del
patrimonio cultural ello se ha traducido en una drástica paralización del ritmo
de las intervenciones sobre los bienes culturales y, muy especialmente, sobre
la edificación histórica. Este cierto estado de “paro” o de “reposo” en que ahora
se halla envuelto nuestro patrimonio debería ser especialmente propicio para la
evaluación de las políticas y los principios aplicados hasta ahora y para
valorar, en definitiva, la suerte que ha corrido el patrimonio en las últimas
décadas. A falta de que las instituciones promuevan el debate sobre todo ello,
el papel de los colectivos ciudadanos se antoja fundamental. No en vano, ha
sido desde el asociacionismo, y no tanto desde otras instancias, desde donde se
han predecido pública y reiteradamente los efectos que el modelo económico
estaba causando y los que iba a causar. Fue desde los dignos márgenes de la
sociedad desde donde se alertó de que la apuesta por un urbanismo voraz y por
una economía especulativa estaba llevando al país a una ruina diferida.
Pero si bien
es cierto que hoy, en España, la conciencia general percibe con claridad una
situación de ruina económica y social, es menos evidente que tan
mayoritariamente se perciba también el estado de degradación natural,
urbanística, territorial y cultural en el que también se halla el país. Ello,
unido a la ausencia de suficiente reflexión crítica y a la persistencia de los
mismos intereses económicos[1],
conduce a pensar que, si la situación económica volviera a permitirlo, el
conjunto de la sociedad volvería a seguir sin grandes resistencias a los
poderes económicos en la empresa de explotación masiva del suelo y depredación
de los recursos naturales. Dicho de otra manera: no es el interés de la
sociedad por la naturaleza, la cultura y el buen habitar lo que mantiene
detenido hoy el motor del envilecimiento del medio, sino solamente la crisis
propia del proceso de acumulación económica. Si ese obstáculo desapareciera en
estos momentos y la crisis capitalista volviera a posponerse, la del medio ambiente
y la del patrimonio cultural, la de la calidad del habitar, en definitiva,
seguiría agudizándose. Por ello para quienes creemos en la importancia del
patrimonio para el bien común es tan importante realizar ahora un buen análisis
de las causas que han amenazado al patrimonio y de las que todavía lo amenazan.
Porque en el momento en que se impone que la sociedad adopte medidas nuevas hay
que advertir de la conveniencia de que tales medidas además de conjurar la
crisis económica conjuren también la crisis del patrimonio natural y cultural.
El lugar del análisis. Apudepa: la Asociación , sus
principios y perspectivas.
Antes de
tratar de las amenazas y de las propuestas considero adecuado mostrar la
posición desde la que realizo este análisis, presentado ya a los asistentes a
las I Jornadas de Patrimonio del Bajo Martín[2].
El lugar que ofrece estas vistas, la atalaya ciudadana que hace posibles estas
perspectivas es la acción pública derivada de la actividad asociativa. En mi
opinión se trata de una posición que no solamente no excluye las herramientas y
los métodos del marco académico de las llamadas ciencias sociales y humanas
sino que los complementa con algo muchas veces indisociable del pensamiento: la
acción que obedece a una voluntad transformadora. En materia de patrimonio
cultural y en el ámbito aragonés el lugar en el que se ha mantenido constante
la llama de la acción vindicativa ha sido Apudepa, la Asociación de Acción
Pública para la Defensa
del Patrimonio Aragonés, que ha desarrollado una intensa línea de defensa del
patrimonio cultural sin interrupción durante los últimos 16 años.
A mi juicio la
posición que ofrece un movimiento ciudadano basado en un intenso trabajo
voluntario, crítico y totalmente independiente (Apudepa renuncia a cualquier tipo
de subvención y se autogestiona mediante las cuotas de sus socios), y que trata
de mantener el rigor y la calidad del estudio a la vez que se incardina en un
panorama mucho más amplio de lucha por la justicia social, es una posición
plenamente adecuada, habida cuenta de que, como se ha dicho ya, han sido los
movimientos ciudadanos, y no las instituciones, los que han sabido ver y
enfrentar primero los grandes problemas que el modelo económico planteaba.
Apudepa
considera que el patrimonio cultural es un elemento clave para el equilibrio
del habitar humano en las sociedades modernas, que cuentan con un pasado
histórico muy complejo a sus espaldas. La Asociación entiende que la conservación del
patrimonio es indispensable pero no la plantea de manera dogmática, de tal modo
que Apudepa defiende un tipo de conservación que admite modificaciones cuando
estas obedecen al interés general o cuando no lo contrarían. Bien es cierto que
el “interés general” no es fácil de conocer y delimitar, pero en todo caso hacer
de esa cierta abstracción un objetivo a perseguir ayuda a detectar operaciones
que responden a intereses económicos particulares desproporcionados y abusivos
respecto del bien común.
El patrimonio
cultural del que habla Apudepa, y del que hablo yo en este texto, no es una
colección de monumentos de especial gloria histórica y factura artística. El
patrimonio es más lo que hace el lugar, cualquier lugar, lo que construye un
marco espacial en que es posible reconocer lo temporal, lo que permite la
escena y con ella la vida y la acción humana, en lo que ambas tienen de
específico, de racional, simbólico y memorial. Por eso parece en cierto modo
absurdo detener el patrimonio en las obras que, pese a su importancia
histórica, no son en muchas ocasiones las que afectan a la cotidianeidad del
ser humano. Limitarlo a los bienes catalogados es un error advertido ya hace
muchos años. En 1975 la
Declaración de Amsterdam y la Carta Europea del
Patrimonio Arquitectónico sentaron teóricamente (sin mucho éxito en las décadas
siguientes) las bases legales y doctrinales de la comprensión contemporánea del
patrimonio al oficializar la notable extensión de la noción del patrimonio y al
proponer un tipo de conservación que llamaron "conservación
integrada". La
Carta Europea de Amsterdam decía: "El patrimonio
arquitectónico europeo está formado no sólo por nuestros monumentos más
importantes, sino también por los conjuntos que constituyen nuestras ciudades y nuestros pueblos tradicionales
en su entorno natural o construido. Durante mucho tiempo sólo se han protegido
y restaurado los monumentos más importantes, sin tener en cuenta su contexto.
En consecuencia, éstos pueden perder gran parte de su carácter si este contexto
es alterado. Además, los conjuntos, incluso en ausencia de edificios
excepcionales, pueden ofrecer una claridad de ambiente que hace de ellos obras
de arte diversas y articuladas. Son estos conjuntos los que es necesario
conservar también como tales. El patrimonio arquitectónico testimonia la
presencia de la historia y de su importancia en nuestra vida. La encarnación
del pasado en el patrimonio arquitectónico constituye un entorno indispensable
para el equilibrio y expansión del hombre. (...) Es una parte esencial de la
memoria de los hombres de hoy y es preciso que sea transmitida a las
generaciones futuras en su auténtica riqueza y en su diversidad; la humanidad
quedaría privada de una parte de la conciencia de su propia duración". La Carta alertaba también de
una realidad que ya amenazaba entonces la superviviencia del patrimonio
arquitectónico: "El patrimonio está en peligro. Está amenazado por la
ignorancia, por la vetustez, por la degradación bajo todas sus formas, por el
abandono. Determinado tipo de urbanismo favorece su destrucción cuando las
autoridades son exageradamente sensibles a las pasiones económicas y a las
exigencias de la circulación. La tecnología contemporánea, mal aplicada,
arruina las estructuras antiguas. Las restauraciones abusivas son nefastas.
Finalmente, y sobre todo, la especulación territorial e inmobiliaria saca
partido de todo y aniquila los mejores planes".
A la vista de
lo sucedido desde 1975 se puede afirmar que la compleja concepción del
patrimonio proclamada ya en el Congreso de Amsterdam no ha sido asumida en la
práctica, al menos en España, por los estamentos oficiales. Pero para
comprender hoy la realidad del patrimonio es necesario poner el foco (como ya
hicieron la Declaración
y la Carta de
Ámsterdam) no tanto en las grandes fichas que lo conforman sino en el tablero
general en el que se desarrolla el juego. Ese tablero en el que se juega la
conservación del patrimonio cultural es el del urbanismo y las reglas de la
partida son las propias del sistema capitalista, concretadas en este caso en la
especulación financiera basada en la explotación del suelo. La única solución
planteada por la legislación y los sistemas de protección del patrimonio ha
sido, sin embargo, la catalogación de los bienes. La pregunta es si no
deberíamos abordar la cuestión de una manera más amplia y ocuparnos
directamente de los sistemas, de las lógicas, de las dinámicas. O, dicho de
otro modo, si debemos contentarnos con un régimen terrorífico de consumo del
espacio a cambio de lograr que las piezas principales puedan salvarse de él o
más bien propugnar el cambio del régimen terrorífico en su totalidad. Porque
existe el peligro de que el recurso a la catalogación acabe siendo algo así
como una píldora analgésica contra una enfermedad de la que solo se atajan los
síntomas. La cuestión no resulta sencilla ni en el nivel teórico ni en el
práctico, pero, analizando el uso que se ha hecho de los sistemas de
catalogación y comprobando que su desarrollo legal ha acompañado en el tiempo
al maltrato que han sufrido el patrimonio, la arquitectura, la ciudad, el territorio,
el paisaje y el medio ambiente, cabe pensar que, efectivamente, hay algo de
trampa en el marco legal de protección del patrimonio tal y como nuestra época
lo entiende. Parece que estos ritos de sacrificio del espacio de consumo no son
sino el mínimo peaje para proceder a la destrucción sistemática del resto, que
más que fijar lo que de ningún modo puede destruirse las catalogaciones fijan,
a la inversa, lo que sí puede ser destruido. Esta idea, por mucho que no
demasiado desarrollada en la práctica y en la teoría del patrimonio cultural,
entronca de alguna manera con el análisis freudiano sobre el impulso de la
fantasía. Dijo Sigmund Freud en su Introducción a la teoría del
psicoanálisis[3]
que “la creación del reino psíquico de la fantasía halla su completa analogía
en la institución de “parques naturales”, allí donde las exigencias de la
agricultura, de las comunicaciones o de la industria amenazan con destruir un
bello paisaje. En estos parques se perpetúan intactas las bellezas naturales
que en el resto del territorio se ha visto el hombre obligado a sacrificar
–muchas veces con disgusto- a fines utilitarios, y en ellos debe todo, tanto lo
útil como lo perjudicial, crecer y expandirse sin coerción de ningún género. El
reino psíquico de la fantasía constituye uno de estos parques naturales
sustraído al principio de la realidad”. Es altamente significativo, y desde
luego de sumo interés, que Freud utilizara la figura del “parque natural”, en
definitiva la figura de la catalogación, para ilustrar una especie de intento
humano de engaño a la realidad por medio de la fantasía.
Por todo ello,
y pese a que todavía hoy y en tanto no se plantee una alternativa, los bienes
culturales no tengan más medio de protección y más seguro de supervivencia que
la catalogación, aquí quiero tratar no tanto de lo que amenaza a los bienes
singularizadamente sino de la principal amenaza para el patrimonio con carácter
general: el sistema urbanístico e inmobiliario en que se parapeta buena parte
del atraco financiero ejecutado por las élites económicas.
Las Amenazas.
A falta de que
con el tiempo pueda estudiarse con perspectiva y profundidad el periodo más
intenso del boom inmobiliario de raíz franquista que ha finalizado, por el
momento, con el estallido de la burbuja inmobiliaria, tenemos datos suficientes
(además de la multitud de información que proporcionan los esfuerzos cotidianos
de defensa del patrimonio cultural) para constatar el desmán urbanístico
español. Entre otros documentos podemos referirnos a dos informes de enorme
valor elaborados por instancias oficiales: el primero, el Informe “Cambios de
ocupación del suelo en España” del Observatorio de la Sostenibilildad[4], una
institución académica surgida de un convenio entre el Ministerio de Medio
Ambiente, la
Fundación Biodiversidad y la Fundación General
de la Universidad
de Alcalá de Henares; el segundo, el denominado Informe Auken del Parlamento
Europeo[5]. El
Informe del Observatorio, que ofrece datos demoledores, destaca que “en tan
sólo 20 años se ha transformado en superficie artificial el equivalente a más
de un tercio de todo lo que España transformó en toda la Historia , y en algunas de
las regiones costeras se ha convertido el equivalente a la mitad de todo lo que
transformaron en superficie artificial nuestros antepasados”[6]. Y,
pese a ello, “la urbanización desmesurada no ha facilitado a muchos ciudadanos
el acceso a una vivienda digna y adecuada, precisamente en el momento que se
producen más viviendas que en ningún otro momento de nuestra historia. Los
inasequibles precios de la vivienda, son resultado de un complejo entramado de
factores entre los que la rigidez del mercado, por el predominio de la vivienda
en propiedad, el papel del sector financiero en el ámbito inmobiliario, y el
destino a usos distintos al de vivienda principal producen situaciones
paradójicas”[7]. De hecho el Observatorio
muestra que, mientras en las últimas décadas España ha pasado a encabezar las
listas europeas de viviendas por cada mil habitantes, el gasto familiar en
concepto de vivienda ha aumentado de un 15% del total a más de un 30%. El año
2005, el último cuyos datos pudo valorar el Observatorio, fue “con 812.294 el
de mayor construcción de vivienda de toda la historia de España. El resultado
es que España tiene el mayor parque inmobiliario de la UE. Es el país con un ritmo
constructor más alto y donde más difícil es el acceso a la vivienda. Esta
tendencia es claramente insostenible”[8]. El
informe, realizado ya al filo del abismo de la crisis, advertía de algunos
riesgos:“Se está creciendo económicamente a costa de la destrucción del
territorio generando fuertes presiones sobre el medio ambiente, agua, y otros
recursos y sobre sectores económicos que los hace más ineficientes y les restan
competitividad, como por ejemplo el turismo”[9]. De
hecho el documento anticipaba el drama actual de los deshaucios y las
ejecuciones hipotecarios: “Si este modelo económico continúa demasiado tiempo
España corre el riesgo de que se consolide una fractura social entre los
estratos sociales «inversores en vivienda» y los estratos sociales «endeudados
por la vivienda»”[10].
El informe
Auken aprobado por el Parlamento Europeo[11]
considera, a su vez, que el modelo urbanístico español es “un modelo expoliador
de los bienes culturales que destruye valores y señas de identidad
fundamentales de la diversidad cultural española, destruyendo yacimientos
arqueológicos, edificios y lugares de interés cultural, así como su entorno
natural y paisajístico”. El informe constata también que “se han dado muchos
casos en que todas las administraciones, central, autonómicas y locales han
sido responsables de haber puesto en marcha un modelo de desarrollo
insostenible, que ha tenido gravísimas consecuencias, por supuesto
medioambientales y, además, sociales y económicas” y que “esta actividad
extendida que respaldan las autoridades locales y regionales irresponsables a
través de una legislación inadecuada y en ocasiones injustificada, que en
muchos casos es contraria a los objetivos de varios actos legislativos
europeos, ha dañado considerablemente la imagen de España y de los amplios
intereses económicos y políticos que tiene en Europa, debido a la aplicación
laxista de las legislaciones urbanísticas y medioambientales vigentes en las
Comunidades Autónomas españolas en algunas actuaciones urbanizadoras, así como
la aparición de algunos casos relevantes de corrupción ocasionados por ellas”.
Este es el
contexto en el que el patrimonio ha luchado por sobrevivir en las últimas
décadas. El modelo urbanístico español, basado en la consideración del suelo
casi exclusivamente como un bien de negocio, ha sido la principal causa de su
destrucción y sigue siendo, todavía hoy, la principal amenaza que se cierne
sobre él. No puede olvidarse algo elemental: que el patrimonio cultural ocupa
suelo, la materia que la alquimia urbanística convierte en lingotes de oro, y
que al limitar el aprovechamiento inmobiliario entra en permanente conflicto
con los intereses económicos.
Con la
explotación inmobiliaria del suelo colabora otra de las amenazas contemporáneas
para los bienes culturales, directamente relacionada. Se trata del sometimiento
del patrimonio a la creación de un tipo determinado de imagen urbana, al
servicio del turismo y la captación de capitales, y del consecuente desprecio
de su papel fundamental para el habitar humano. Las últimas décadas han visto
cómo la ciudad postindustrial, y con ella su tejido histórico, sufría presiones
que tendían a reducirla a mero soporte de imágenes publicitarias, en una loca
competición entre ciudades por convertirse en el mejor sumidero de capital
extranjero en forma de turistas o de inversión económica. Este uso de la ciudad
como soporte de una imagen alquilable como telón de fondo de capitales cada vez
más virtuales y deslocalizados ha dado lugar a un tratamiento del espacio
urbano no concebido tanto para el habitante como para la masa visitante e
inversora. De ello ha resultado el potenciamiento de los más superficiales
valores del espacio, aquellos con capacidad comercial y mercadotécnica, y el
arrinconamiento de los menos útiles en ese sentido. Pocos escrúpulos ha
mostrado el poder a la hora de ejecutar operaciones de simplificación espacial
para las que la complejidad de lo histórico representa ciertamente un buen
obstáculo cuando es habitual, y no un hecho aislado de naturaleza monumental
que poder explotar convenientemente. La práctica totalidad de estas
intervenciones (pueden citarse a modo de destacados ejemplos las realizadas en
el Tubo, en Zaragoza, en el Raval, en
Barcelona, o en el Cabañal, en Valencia) tienen un marcado carácter especulador
que se intenta camuflar mediante intensa propaganda política y vehementes exhortaciones
de "regeneración" frente a la "degradación" que en realidad
tratan de esconder procesos claros de gentrificación.
Pero es que
los sectores constructor e inmobiliario han requerido hacer uso de conceptos
tales como degradación y regeneración para justificar las operaciones masivas
de obra nueva que ha vivido nuestro país. Degradación y regeneración,
destrucción y construcción, incluso otras parejas como reconstrucción y
rehabilitación, han orillado prácticas menos acordes con el modelo de
enriquecimiento pero mucho más benéficas, como la conservación y el
mantenimiento. Aunque haya de ser de manera breve y simplificada, puede resultar
esclarecedor analizar algo más en detalle el funcionamiento de un ciclo del
tipo “abandono-degradación-destrucción-construcción-gentrificación”. La
expectativa de beneficio económico latente en el suelo de la ciudad lleva a las
empresas inmobiliarias y a los grupos de inversión a hacer acopio de
propiedades tanto en las periferias urbanas como en los mismos centros. La
promoción de la obra nueva hace necesarias intensas y profundas campañas en pro
de una demanda que a veces resulta naturalmente del aumento poblacional y otras
de forma más artificial a través de la orientación de la mentalidad general
(propiedad de la vivienda, segundas residencias...). Claro que para aumentar la
demanda en relación con la oferta también es posible intervenir en la oferta,
limitándola. En este contexto, nada más oportuno para impulsar la construcción
de nuevas viviendas que decretar la obsolescencia de las viejas, repartidas en
los cascos tradicionales de las ciudades. Nada mejor para ello que detener la
inversión pública en los centros y desincentivar la privada. Ello genera zonas
incómodas en las que los habitantes ven ahogados los cauces para la
conservación de los inmuebles y los edificios se vuelven cada vez menos aptos
en materia de climatización, accesibilidad, salubridad o seguridad. Habida
cuenta de que quien legisla sobre el suelo a la vez asfixia financieramente a
los Ayuntamientos, estos se ven inclinados a grandes operaciones capaces de
hacer cuadrar las cuentas mediante ingresos extrapresupuestarios. Se promueven
así grandes recalificaciones y urbanizaciones de los suelos de los que
previamente han hecho acopio las empresas, con mejores o peores artes. ¡Qué
decir cuando, como sucede tantas veces, los lugares clave de la administración
están ocupados por políticos manejables por las mafias constructora e
inmobiliaria! Como estas nuevas promociones hacia la periferia que se oponen a
la desidia y al abandono reinante en los tejidos históricos sí que cuentan con
comodidades tan básicas como ascensores o calefacción, las clases medias que
pueden permitírselo mediante créditos hipotecarios cada vez más cargantes se
trasladan a vivir a esas nuevas zonas, dejando el tejido histórico todavía más
abandonado. De este modo se produce un vaciamiento poblacional que genera precios
altos en la obra nueva y precios más bajos en la obra histórica, estos mucho
más aceptables para personas con bajo poder adquisitivo, que a duras penas
pueden correr con los gastos de obras de conservación y mantenimiento. Es así
como los centros históricos devienen bolsas de pobreza en cuyo espacio público
se concentran fenómenos en ocasiones asociados a la falta de recursos, como
ciertos tipos de delincuencia, drogadicción y prostitución, más desagradables a
las clases medias que otros tipos de delincuencia, drogadicción y prostitución.
Es en esta fase cuando la rueda de la infortuna vuelve a girar contra los
centros históricos, en cuanto que comunidad humana y patrimonio cultural.
Porque la imagen que estos fenómenos proyectan, tan radicalmente opuesta a la
que el capitalismo quiere para la “marca de ciudad”, es la utilizada por las
administraciones para promover en connivencia con los intereses de grandes
empresas operaciones de “rehabilitación” y “saneamiento” que consisten en la
destrucción de los tejidos históricos, que después de años de abandono se
consideran ya irrecuperables, y en su sustitución por viviendas de nueva
construcción, mucho más estandarizadas y dotadas, ya sí, de las comodidades de
la “vida contemporánea”. El proceso se repite pero a la inversa: los habitantes
más pobres que habían acudido a la llamada del bajo coste son expulsados
mediante el incremento de los precios y las inmobiliarias (una vez explotada la
periferia) ya pueden recoger los beneficios de sus suelos en barbecho, a la
espera de que ahora sean las nuevas periferias empobrecidas las que vuelvan a
requerir operaciones de salvación. Este proceso, que aquí se ha simplificado
pero que desde luego ocupa décadas enteras, tiene, además de las evidentes y
dramáticas implicaciones sociales y morales, terribles consecuencias para el
patrimonio cultural, por muy restringida y materialmente que se lo considere.
Los tejidos históricos sufren un vaciamiento que los despoja las más de las
veces de su riqueza tipológica, constructiva y formal, en aras de
estandarizaciones que no han añadido un mayor nivel de confort que el que,
respetando las características arquitectónicas de las viejas construcciones,
hubiese resultado de la rehabilitación de los antiguos inmuebles. Estos
procesos encuentran justificación mediática en aquella imagen de marca que a
toda ciudad se le fuerza a construir y que proyecta hacia el exterior pero
también hacia sí misma las muy concretas características que la pueden hacer
competir en el mercado globalizado de las ciudades. Unas características que
por la propia naturaleza global de la competición están mucho más condicionadas
por la imagen que por el espacio, por lo superficial que por lo profundo. La
ciudad ideal de marca está dominada, pues, por la novedad, la espectacularidad,
el tamaño, la simplicidad, la brillantez, la originalidad y un cierto grado de deshumanización y de
esnobismo. Y, en relación con el patrimonio cultural, en plena coherencia tanto
con la construcción de la marca como con los sistemas a veces cómplices de las
catalogaciones, la ciudad se caracteriza por la orientación total del visitante
para su interpretación unívoca, de manera que cada vez es más frecuente ofrecer
su consumo tutorizado tanto al turista como al habitante, que ni siquiera deben
hacer el esfuerzo de discernir lo importante de lo accesorio, lo bonito de lo
feo, lo interesante de lo trivial. En la ciudad que "está en el mapa"
y que "ha puesto en valor" su historia y su arte todo está ya
señalado, explicado, interpretado y digerido.
Si las
amenazas que hemos visto hasta aquí afectan también a la justicia social y al
equilibrio político y económico, otras son más específicas del patrimonio
cultural, aunque también florecen en la misma rama. Tal y como se ha visto, la
explotación inmobiliaria y urbanística ha sido un fenómeno central en España y
no meramente lateral. Se ha visto también la enorme importancia que para ese
fenómeno ha tenido la obra nueva. Todo ello explica la fuerte especialización
de los oficios en la construcción de nueva planta. Tanto las industrias como
los profesionales han sido orientados hacia los requerimientos del mercado,
esto es, hacía la obra nueva. Pasado el tiempo (y no es un proceso corto), se
obtiene una destacable incapacidad de industrias y profesionales para
intervenir con preparación en el patrimonio cultural, lo que lleva
frecuentemente a desatender su complejidad para poder abordarla
simplificadamente mediante los instrumentos propios de la obra nueva. La actual
formación universitaria de los arquitectos, por citar uno de los casos más
significativos, es casi totalmente ajena a la intervención para la conservación
del parque edificado (no digamos ya del patrimonio) y es también ajena a la
reflexión teórica que debe acompañarla. El cada vez más acusado arrinconamiento
de las humanidades en la formación técnica es, desde luego, otra amenaza para
el patrimonio cultural. Hay que tener en cuenta que la intervención sobre el
patrimonio, constituido por aquella materia o aquellos lugares en los que se
hallan depositadas metafísicamente las memorias individuales y colectivas de la
humanidad, requiere algo más que soluciones técnicas o formales. Profesionales
formados bajo la presión del mercado para servirlo en la obra nueva, sin las
herramientas suficientes para intervenir con consideración hacia los valores
culturales, pueden convertirse también, de forma tristemente paradójica, en
otra amenaza para el patrimonio. Algo similar puede decirse de la preocupante y
paulatina desaparición de los oficios artesanos, tan necesarios para el cuidado
directo de los bienes arquitectónicos, cada vez más sustituidos por cadenas
automatizadas. Sobre la formación universitaria cabe decir algo más: el proceso
privatizador a que se está abocando actualmente a la universidad española no
puede sino acentuar el sometimiento de la formación de los profesionales a los
requerimientos del mercado que, como ha quedado claro, al menos en estos
momentos no son los que convienen al cuidado del patrimonio cultural.
Otra cosa que
amenaza específicamente al patrimonio cultural es la preferencia general por la
novedad, hoy en franca ventaja sobre la antigüedad. Se trata en parte de un
instinto natural del ser humano, pero en otra parte importante está relacionada
con la deliberada promoción de una serie de valores al servicio de un
funcionamiento del mercado que, como hemos visto, se basa fundamentalmente en
la obra nueva. El consumo de lo nuevo requiere, obviamente, que el consumidor
perciba como positivo no solamente sus ventajas prácticas (puesto que estas
pueden adquirirse también mediante la rehabilitación) sino también sus
cualidades estéticas y sensibles. El dinamismo del mercado inmobiliario
necesita que se asocien valores positivos a la percepción de lo nuevo, con sus
cualidades de modernidad, brillantez, luminosidad (incluso deslumbramiento),
pulidez, limpieza, frialdad. El imperio de estas cualidades en una especie de
gusto colectivo, quizás por una parte natural y por otra provocado, afecta de
manera muy destacada al patrimonio cultural, toda vez que las cualidades
estéticas y sensibles que este posee, derivadas todas ellas del resultado del
paso del tiempo, son precisamente las contrarias de las que pueden promocionar
el mercado de la construcción: la antigüedad, la oscuridad, la superposición,
la erosión, la pátina, la fragmentación, la calidez.
Esta querencia
por la novedad tanto en los profesionales como en el público se impone a la
conservación del patrimonio cultural. Es lógico que profesionales preparados
para la obra nueva que trabajan para una sociedad preparada para valorar las
cualidades estéticas de la obra nueva se dediquen a “ennuevecer” los bienes
culturales, tratando de imponer la apariencia sensible de lo nuevo sobre la
apariencia de lo antiguo borrando el paso del tiempo aún cuando se respeta la
forma. Incluso las áreas disciplinares que deberían caracterizarse por una
tendencia a la conservación se ven contaminadas por la preferencia general, de
manera que las restauraciones o las rehabilitaciones (a veces puras sustituciones
maquilladas) consisten en la obtención de productos en el fondo muy parecidos a
la obra nueva, cuando no obra nueva en sí misma. Así se explica un fenómeno tan
dañino para el patrimonio cultural, y tan esencialmente contrario a su
conservación, como el “fachadismo”, que parte de la renuncia a actuar sobre la
obra vieja y que consiste en enmascarar la nueva bajo una fachada que por lo
demás se renueva totalmente. Ejemplos penosos en obras de gran valor monumental
sobran en Aragón, pero quizás deban destacarse los casos de los palacios de
Villahermosa en Huesca y Zaragoza, de Tarín y Palafox en Zaragoza y de los Sesé
en Calatayud.
Habría mucho
que decir en el apasionante debate sobre la conservación del patrimonio
cultural. No en vano se trata de algo extraordinariamente complejo incluso si
se desatienden sus implicaciones sociales, morales y económicas. Y es que hay
muchas maneras de entender la conservación del patrimonio, puesto que el
patrimonio tiene muchas cosas a conservar. Se puede conservar su forma, su
materia, su apariencia, su funcionamiento mecánico-constructivo e incluso su
erosión. Y en cambio se impone la falta de debate y reflexión, la oscuridad en
definitiva, en materia tan necesitada de luz. Esta ausencia de debate público
sobre el patrimonio viene favorecida por la opacidad que caracteriza el
funcionamiento de la administración, para quien tan peligrosa es la
transparencia. Tampoco ayuda la ausencia de independencia y total libertad en
los centros académicos, ensimismados en sus propios mecanismos de méritos,
totalmente alejados de la realidad exterior. El sistema de méritos, dependiente
de las administraciones ahora, pero previsiblemente más sometido al mercado en
el futuro si continúa el proceso privatizador, desactiva la participación
social. Tampoco ayuda el sometimiento de los profesionales al mercado laboral,
sometimiento más agudizado en situaciones de crisis, paro, reducciones
salariales y precariedad laboral, ni el desentendimiento de los ciudadanos de
los asuntos públicos. La ausencia de debate con participación académica y
profesional y la falta de presión ciudadana es otra de las amenazas
contemporáneas para el patrimonio cultural.
Las Propuestas.
Desde la
posición desde la que he planteado este texto, que he explicado anteriormente,
no puede sorprender que la principal de las medidas que proponga para superar
la crisis del patrimonio cultural no se restrinja al patrimonio mismo, sino que
sea mucho más amplia y ambiciosa. Dado que la principal amenaza para el patrimonio
(pero también para la justicia social, para la calidad del habitar y para el
equilibrio medioambiental) es el actual urbanismo basado en la explotación
especulativa del suelo, la principal solución es la adopción de unas nuevas
prácticas urbanísticas que obedezcan exclusivamente al interés general y que
respondan a la voluntad real de la ciudadanía, expresada de forma y con
instrumentos verdaderamente democráticos. Apudepa compareció en 2009 ante las
Cortes de Aragón, que en ese momento debatían el proyecto de la nueva Ley de
Urbanismo, para exponer un modelo alternativo basado en la conservación, el
mantenimiento y la extirpación de la especulación con el suelo. Pese a que
alguna de las medidas es extraordinariamente elemental, su aplicación sería
revolucionaria tanto para el patrimonio cultural como para el panorama general.
Sería revolucionario, por ejemplo, que los propietarios asumieran, en general,
que la propiedad no solamente genera derechos sino también obligaciones y que,
por tanto, están obligados a mantener sus propiedades de manera que no corra
peligro su conservación. También lo sería que los Ayuntamientos castigaran la
irresponsabilidad de la propiedad cuando con ella quedase amenazada la
conservación y ejecutase subsidiariamente las reparaciones necesarias o
procediese a la expropiación (es decir, a la adquisición por un precio justo)
cuando ni aún así se consiguiera que la propiedad cumpliera sus deberes. Lo
cierto es que mecanismos de este tipo están ya previstos por la legislación,
pero su falta de aplicación hace conveniente obligar a actuar a las
administraciones y permitir que los ciudadanos puedan exigir el cumplimiento de
la Ley. No
pueden volver a repetirse situaciones esperpénticas como la ruina de edificios
en los centros históricos por falta de inversión cuando la propiedad es un
holding que está a la vez promoviendo urbanizaciones en la periferia. O la
degradación de inmuebles históricos de gran valor cuando pertenecen a grandes
fortunas, como es el caso del palacio de los Condes de Argillo en Sabiñán.
Cuando, en esos casos sí, los propietarios no puedan hacer frente a los gastos
que el mantenimiento ocasiona, las administraciones deberían ofrecer líneas de
ayuda que serían muy beneficiosas tanto para las familias como para el patrimonio
cultural. Esas líneas para estimular la conservación han de tener muy en cuenta
que las edificaciones antiguas necesitan requerimientos especiales.
Es necesario,
pues, un nuevo modelo urbanístico gestionado plena y realmente por la sociedad
a través de los poderes públicos en que el espacio no sea un valor de cambio y
una fuente de negocio, sino el medio en que dar un mejor habitar al ser humano.
Ello requiere una serie de reformas estructurales (estas sí) a nivel estatal o
europeo que deberían afectar a la gestión del suelo, pero también a la
financiación municipal (haciéndola depender únicamente de los ingresos
presupuestarios), a la formación universitaria y a la educación, y a la
orientación de los oficios y de las industrias de la construcción y asociadas.
Se trata quizás de uno de los más importantes retos a los que se enfrenta
España, pero sin duda no se conseguirá sin una ciudadanía que presione
suficientemente en la dirección contraria a la que ejerce la fuerza de las
élites económicas.
En el caso
aragonés se hace necesario reforzar los instrumentos de la administración en
materia de protección del patrimonio cultural, porque la actual Dirección
General carece tanto de medios como de personal suficiente. Para un verdadero
control de la legalidad se hace necesaria una administración mucho más potente,
capaz, con el personal y los medios necesarios y con voluntad real de defender
el patrimonio frente a todos los intereses particulares. En Aragón falta además
un efectivo control del territorio, cuyo conocimiento se escapa muchas veces a
las instituciones con sede en Zaragoza. En este sentido resulta llamativa la
ausencia de una red suficiente de agentes del patrimonio cultural, cuyo número
hoy es extraordinariamente reducido en comparación, por ejemplo, con los
agentes de protección de la naturaleza. Casos recientes y tan dolorosos como
los del hotel Latorre en Caspe, la casa de Pradilla en Villanueva de Gállego o
la casa Puértolas en Monreal del Campo nos muestran bien a las claras la
debilidad y la impotencia de la administración, cuando no otra cosa. Los
sistemas de información y catalogación del patrimonio deben mejorarse aunque,
en mi opinión, y como ya se ha expuesto, el sistema de catalogaciones no debe
servir para sustituir al compromiso global con el patrimonio cultural. Los
sistemas de información son necesarios para llevar a la práctica una auténtica
política de programación y planificación, que permita saber en qué situación se
halla en cada momento el patrimonio y fijar las prioridades con pleno
conocimiento de causa.
Otra propuesta
elemental, no por clásica menos importante, es el fortalecimiento de la
educación en todas las etapas y niveles y su aproximación a la realidad del
patrimonio cultural. Es necesario acercar especialmente a los niños y a los
jóvenes al patrimonio y procurar que experimenten todas aquellas sensaciones y
satisfacciones que solamente el patrimonio es capaz de generar. Es
probablemente la manera fundamental de que la sociedad en su conjunto aprecie
el valor de los bienes culturales y del medio natural y se comprometa con el
equilibrio del habitar humano. El cambio de paradigma respecto del suelo y del
espacio pasa, desde luego, por la educación y la pedagogía del patrimonio,
recomendada por el Consejo de Europa y con la que Apudepa ha estado
comprometida desde su inicio. Pero además es necesario un cambio en la
formación de los profesionales que intervienen en el patrimonio cultural, que
debe orientarse también hacia la intervención en el patrimonio y el conocimiento
de las particularidades de los bienes culturales. Especialmente importante es
un cambio en la formación de los arquitectos, cuyo trabajo debe dejar de estar
centrado únicamente en el proyecto formal y cuyos conocimientos deben abarcar
las complejidades de la edificación antigua.
Quiero
concluir con un llamamiento tan concreto como urgente a la administración para
que permita hacer efectivo el control democrático sobre el patrimonio cultural
a través de una profunda reforma de los órganos actuales. Las políticas de
patrimonio deben ser, por su complejidad, políticas participadas y por ello
mismo debe evitarse que las Comisiones Provinciales y el Consejo de Patrimonio
sigan estando al servicio de las administraciones (y a través de ellas de otras
instancias) y pasen a ser el lugar del diálogo y la reflexión sobre las
políticas públicas a seguir. Deben convertirse en verdaderos órganos colegiados
de representación de las diversas sensibilidades, completamente independientes
y libres, sometidos únicamente al interés general colectivamente determinado.
Ello supondría un verdadero cambio metodológico en la gestión del patrimonio
cultural, cuya gran complejidad requiere la suma de muchas perspectivas. Un
sistema en que las decisiones de órganos realmente democráticos se alcanzaran
cuando no por unanimidad sí por consensos amplios además de redundar en una
mejora global y de fomentar el interés de los ciudadanos, permitiría el
análisis individualizado de los casos e incluso una mayor libertad para la
creación (toda vez que las Comisiones no cuestionan las dinámicas urbanísticas,
pero en cambio imponen burdamente criterios estéticos que degeneran en una
especie de "estilo Comisión"), algo solamente posible en un sistema
libre de presiones económicas.
Pero no basta
con un cambio en la administración. El cambio general no será posible si la
sociedad en su conjunto no reacciona y asume la responsabilidad que le
corresponde, de manera que pueda hacer valer el poder democrático sobre los
intereses de las élites económicas, impuestos hasta ahora a través del uso de
correas institucionales de transmisión. Que los ciudadanos dediquemos parte de
nuestro tiempo a participar de la cosa pública es el punto de partida principal
para un cambio de rumbo. Es obvio que ello requiere de un mínimo sacrificio
personal, pero nada cambiará si no asumimos nuestra responsabilidad y
demostramos nuestro compromiso.
[1]Prueba más que evidente de
ello, entre otras muchas, es que el presidente de la patronal bancaria (la Asociación Española
de Banca), Miguel Martín, declarase el 19 de noviembre de 2012 que lo necesario
para evitar la gravísima crisis provocada por los desahucios era “construir más
casas y dar más hipotecas”. La noticia puede leerse en las ediciones digitales
de los diarios españoles. Sirva el ejemplo del que se extraen las palabras
entrecomilladas:
www.lavanguardia.com/economia/20121119/54354634253/la-banca-aboga-por-construir-mas-casas-y-dar-mas-hipotecas.html.
Consultado por última vez el 23 de noviembre de 2012.
www.lavanguardia.com/economia/20121119/54354634253/la-banca-aboga-por-construir-mas-casas-y-dar-mas-hipotecas.html.
Consultado por última vez el 23 de noviembre de 2012.
[2] Las I Jornadas de
Patrimonio del Bajo Martín, organizadas por el Centro de Estudios del Bajo
Martín, se celebraron en Albalate del Arzobispo, Castelnou e Híjar los días 23
y 24 de noviembre de 2012. La ponencia que da pie al presente escrito tuvo
lugar en Castelnou el 24 de noviembre. Agradezco al Centro de Estudios la
invitación cursada y personalizo el agradecimiento en Álvaro Segundo y Román
Sierra. Lo extiendo a Víctor Guíu por su amabilidad.
[3] Sigmund Freud, Introducción
al psicoanálisis, Alianza Editorial, Madrid, 1969.
[4]Diversos autores. Informe Cambios de ocupación del suelo en España. Observatorio de la Sostenibilidad en
España, 2006.
[5]Resolución del Parlamento
Europeo, de 26 de marzo de 2009, sobre el impacto de la urbanización extensiva
en España en los derechos individuales de los ciudadanos europeos, el medio
ambiente y la aplicación del Derecho comunitario, con fundamento en
determinadas peticiones recibidas (2008/2248(INI)). El informe Auken (denominado
así por su ponente, la diputada Margrete Auken) fue aprobado por el Parlamento
Europeo el 11 de febrero de 2009.
[6]Diversos autores. Op. cit. Página 15.
[7]Diversos autores. Op. cit. Página 446.
[8]Diversos autores. Op. cit. Página 64.
[9]Diversos autores. Op. cit. Página 124.
[10]Diversos autores. Op. cit. Página 442.
[11]Por
mucho que su aprobación respondiera, en alto grado, al interés de ciudadanos
comunitarios con propiedades en España afectadas por la legislación urbanística
y por el interés de los parlamentarios extranjeros en proteger los intereses de
sus conciudadanos, el Informe Auken es un documento de alto valor para conocer
los abusos causados por la legislación urbanística española.
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